Hace unos seis o siete años supe la verdad aunque no me enteré.
Un conocido de una asociacion cultural llamada Ávila Abierta, de la que nunca fui miembro, me propuso ser jurado de un concurso de cuentos que habían convocado por internet. Para mí fue un honor en los primeros segundos: uno lee las diatribas finales de los premios donde están escritores conocidos y se podría sentir bien siendo parte de aquello. Pero es un mal rollo: nos entregamos a la literatura para leer lo que es mejor y reconocemos igual o mejor que lo que escribimos, y no para perder el tiempo desbrozando un monte. Aunque leí todo lo que me pasaron no me gustó nada y renuncié, después de señalar a otro miembro del jurado, los que me parecieron menos malos y los detalles por los que hundía los demás. No tuve ni la curiosidad de saber a qué relato premiaron.
El problema epidémico surgió cuando en los 90 se popularizaron los ordenadores donde era fácil escribir sin apretar mucho los dedos y corregir sin repetir todo lo escrito, hasta interpolar, y también auxiliarse de correctores ortográficos y diccionarios de sinónimos. Quien antes de aquello quería ser escritor tenía que contratar a una mecanógrafa, como hacía Miguel Delibes, o pelearse con la Olivetti y la paciencia. Ahora con el procesador de textos está al alcance de cualquiera, gracias al bienestar social el mundo desarrollado tenemos mucho tiempo para este ocio, que se multiplica exponencialmente con las jubilaciones y las prejubilaciones tan abundantes últimamente.
Muchos de los prejubilados tenían pendiente escribir una novela, y otros que no lo son todavía aprovecharon "el obligado parón del COVID" para iniciar la que les rondaba en la cabeza.
No tengo duda de que sin necesidad de lo anterior la oferta multiplicaba a la demanda, y que Argentina está llena de Borgeses y de Cortázares, Colombia llena de Garcías Márqueces y España de Camilos Josés Celas y todos los países del mundo y en todos los idiomas igual.
¿Y quién puede decidir quienes son los buenos? Alguien que los leyera a todos, lo cual es imposible como contar la arena del desierto; hay que contratar "negros" lectores, lo que probablemente antes se hacía por pasión y por honor pero hoy habrá que pagarlos, y bien, porque es ingrato e ingente: ni siquiera yo fui capaz de ser jurado de un concurso de cuentos. Tiene que ser gente con criterio, pongamos profesores de literatura o filólogos en paro. ¿Cuántos son necesarios para reducir mil novelas a las cinco mejores para que se las lea y dilucide el gran jurado final de nombres sonoros entre los que solía estar Pere Ginferrer? Cien profesores de literatura leyéndose 10 novelas por obligación cada uno, o doscientos, para asegurar que la manía o el mal día que le tocó leer la novela no descartó una "Ciudad y los perros". No: es imposible y carísimo. Porque supongamos que cada lector de 10 novelas hunde 9 y salva una, nos quedan 100 novelas ¿quién sigue seleccionando hasta llegar a las cinco últimas? Mejor saber ya a quién le vas a dar el premio y librarte de todo eso otro: es decir, directamente no leerlas.
No hay paredes para colgar todos los cuadros que se pintan en España, ni patios o muebles para todas las esculturas. Es imposible escuchar todas las versiones que hay en Youtube de Recuerdos de la Alhambra o del Preludio en do mayor del clave bien temperado de Bach.
Algo parecido sucede con las fotografías. El mundo es enorme e inabarcable, cada paisaje puede producir diariamente varios instantes maravillosos de puesta de sol, todos los otoños millones de árboles despliegan múltiples paletas multicolores, con variedad de luces y de nubes, y muchísimas personas son capaces de apreciarlo y capturarlo. Detalles minerales, vegetales y animales, cada uno con su enfoque y su luz variable: todo puede ser arte fotográfico. Cuando mi mujer y yo recogíamos conchas o cantos rodados en la playa al final nos aburríamos, todas eran tan igual y distintamente hermosas que no podía ser.
Hacen falta lectores que no quieran ser escritores, que compren y lean dócilmente lo bueno lo regular y lo malo, el problema es que las editoriales tienen que ser un negocio rentable, ¿quién leerá por gusto, con fe de estar haciendo algo interesante, que recompense el tiempo invertido cualquier cosa incierta?
Soltarlo en la red como hago yo es igual que lanzar una botella con un mensaje al mar.
Me gustaría haber sido cualquier escritor famoso de los muchos buenos que hay. Tener voz. Pero agradezco mucho el comprobar que me lea alquien, aunque no pueda comprobar quién eres, ni siquiera saber si no eres más que una ilusión informática artificial para que me anime y me dé vidilla.
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