Aunque faltan casi nueve meses para que se cumplan los
sesenta desde mi inscripción en el registro civil, efectivamente hace sesenta años que soy un
ser vivo: un espermatozoide recién anidado (qué bonita palabra) en un óvulo,
escogido frente a los demás hijos que pudieron ser de mi padre, mi madre solo ofrecía uno para ser fecundado. Nunca me planteé esto a principio de año, tan solo
era un rechazo a mi cumpleaños oficial que no he gustado de celebrar porque me
parecía un acto demasiado individualista, porque yo soy un ser social, un zoon
politikón que diría Aristóteles, me gusta más sumarme a los recuerdos colectivos
y reflexionar sobre los muertos y sucesos que han acaecido en España y en el
mundo.
Sesenta ya es el carismático comienzo de la tercera edad: de uno a
treinta, de treinta a sesenta y de sesenta a noventa, si hay suerte de llegar en
condiciones de relativa independencia hasta la cuarta.
A los sesenta el vigor da miedo; da miedo emplearse
físicamente a fondo en cualquier cosa, es como si la experiencia le enseñara a
uno a ser reservón, conservador, a enrocarse, agazaparse. Hasta ahora había tenido
capacidad para hacer nuevos amigos, pero ya no sé si con la vejez se podrá,
quizá me haga prudente al hablar y piense en las consecuencias e incomodidades de lo que diga: ya sé que toda medicina tiene sus efectos secundarios y todas las amistades los
han tenido.
Creo que atesoré bastantes libros, tierra, casas, películas, partituras, fotografías, viajes. Aunque descubro maravillas y hasta ahora todavía gocé con el entusiasmo encontrarlas, sospecho que mis entusiasmos cada vez serán más romos.
Soy pesimista: me informé bien de por dónde va el
mundo, España y Béjar.
Este era el día en el que veía resúmenes en TVE o en Canal Plus, también leía lo mismo en El País. Antes lo bebía como agua clara, ahora si lo miro lo haré al trasluz porque circula mucho billete falso en todas partes.
Es triste saber tanto.
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