Muchas veces cuando uno escucha entrevistas se
reprocha mentalmente lo poco que ha vivido en comparación con el hablador
protagonista y maldice la rancia suerte de haber transitado una rala vida
provinciana que va gastando casi todos los días sin
contraprestación de mérito.
Pero, y quizá sólo sea un mecanismo de defensa, a
veces uno mira fotos y hasta se sorprende guapo mientras se le evocan
momentos, amigos y aventuras, que
parecen tesoros olvidados.
Hurgando hoy en mi pasado, -entonces no había casi fotos-,
aparece la noche sublime en el patio de la Casa Social de Ávila. Y, en su recuerdo, hoy mismo me
parece oportuno comprobar que no he sido yo quien la ha sublimado, por eso
quiero dejar aquí mi testimonio por si alguien que viviera lo mismo, hiciera el
favor de corroborarme que puedo seguir creyendo lícitamente que no fue un sueño el recuerdo que contaré.
Aunque ni siquiera recuerdo con cuál o cuales de mis
amigos de entonces estuve sentado viendo aquella actuación. Sé que no fue
ninguna chica, y es mucho de lamentar porque aquella exaltación estética, política y étnica, quizá la hubiera
puesto tierna y propicia para el estrechamiento, el abrazo, el beso…, quien
sabe si a mis 17 años hubiera podido iniciar desde aquel acontecimiento mi vida
sexual.
Pero no se dio esa circunstancia, eso sí lo recuerdo
bien.
Era un festival folk que coronaría con un grupo
instrumental andino de primera fila: los Calchakis, que grababan para las
grandes casas de discos. Eran un grupo argentino exiliado en París, y
que, por tocar básicamente temas instrumentales, actuaban con asiduidad en el
programa panhispanoamericano “300 millones” de Televisión Española (la única
entonces), a diferencia, por ejemplo, de
los chilenos Quilapayún, más cantores, cuyas letras, demasiado políticas, no podían ser del pleno agrado de la Unión de Centro Democrático española,
ni, por supuesto, del Chile Pinochetista, que también recibía la señal de ese
programa.
Hago memoria también de que en aquéllos momentos los
españoles no éramos racistas y, sobre todo, nos encantaban los sudacas fueran
del color que fueran: eran tan pocos, generalmente élites intelectuales,
músicos, escritores, médicos..., que a nadie producían asco, repelús, ni
desconfianza. No sólo eso, su música, tan suya, sus instrumentos, sus ponchos,
eran sinónimo de alegría y compromiso político; entonces se sacralizaba la
palabra “solidaridad” y más si se le añadía “con América Latina”. Treinta años
después sabemos que es otro cantar, pero voy a recordar con un botón de muestra de esa
gran aceptación: fue que una parte de la Cantata de Santa María de Iquique lograra
situarse en los primeros puestos de la lista de “los 40 principales”. La
canción, sólo con guitarra y charango, era todo un poema de esperanza:
vamos mujer,
partamos a la ciudad
todo será distinto,
no hay que dudar
no hay que dudar, confía
ya vas a ver...,
Era 1982, al final del verano, el PSOE de pana y barbas
pululaba activamente por todas partes. Todos éramos vírgenes y ellos -todavía- más que
nadie. Todo lo viejo se desplomaba: el año anterior la democracia había
triunfado, definitivamente y por humillación, sobre los anacrónicos Tejeros, y se había producido un tercermundista
envenenamiento masivo por aceite adulterado. La UCD, desgastadísima, desacreditadísima, se había
descompuesto, por este y otros motivos, al pasar la transición y entrar en órbita de asentamiento democrático. En esos
momentos, estaba hasta descabezada de su hermoso líder Adolfo Suárez. El
discurrir político era una autopista cuesta abajo hacia la más aplastante
mayoría absoluta que conoció la democracia española (creo que fueron 208
diputados del PSOE el 28 de octubre siguiente).
En aquella noche Ávila en los patios de la Casa Social era de ese
color reivindicativo, solidario, esperanzado.
Había dos grupos abulenses teloneros. Primero los
Hekaton que presentaron un puro grupo de jota tras jota, aliñadas con la clásica ensalada de guitarra,
bandurria, laúd, y voces verdaderamente poco relevantes en mi recuerdo.
Cuando hay segundos platos o postres suculentos, en
los entremeses la gente siempre reserva su paladar y creo que a nadie le
molestó que estos teloneros de los teloneros, acabaran rápido su actuación.
Después llegó Cigarra, un grupo más amplio de
personas, -seis- con más variada instrumentación y dos voces femeninas de antología.
Poseían el aval de un disco grabado en 1978 y en algún momento pareció que iban a ser el contrapoder abulense de la
casa Columbia, frente a los célebres y permanentes segovianos del Nuevo Mester de
Juglaría, que grabaron muchos años para la casa Philips.
Los Cigarra venían de ganar el año pasado un premio
importante en Andalucía, sabían presentar con gracia sus números explicando la
pequeña historia de la letra o de cómo había llegado a su repertorio. Tenían
su público bien consolidado de otras actuaciones en la ciudad, que les
escuchaba con excelente disposición.
No sé cuántas canciones interpretaron –a todos nos
parecieron pocas-, a pesar de ello, les dio tiempo a tener problemas con el sonido, pero los grandes artistas recrecen la emoción en la dificultad y gracias a la avería, la dulce voz de una de las chicas prácticamente a capella, es decir con el único contrapunto de un simple rabel, empezó marcar, con pureza y cercanía, la altura lírica de la noche. Acercándose
al final entonaron a mi canción favorita del folclore castellano:
“Al otro lado del río
hay una niña muy guapa
ha salido en los papeles
que con Ramiro se casa”
(Años más tarde supe en Cuevas del Valle, que la
canción se había recogido en esa localidad. Lo cual, por su belleza, no me extraña nada.)
Este romance que acompañaban con el añadido melódico un instrumento extraño a la zona, el violín, nos dejó
a todos con muchas ganas de más miel. Redoblaron los aplausos por oleadas, de una
manera ansiosa, orgullosos e incrédulos de que este grupo de gente de nuestra
atrasada ciudad nos estuviera ofreciendo tanto placer auténtico. De esta manera, la emblemática canción final “Castilla levántate” llegaba como si fuera un bis
deseado.
Creo que “Castilla levántate” empieza con un tambor a
solo como el bolero de Ravel y luego continúa con un recitado, y después, -como aquel clásico-, todo
va creciendo y agregándose. Llegado el canto propiamente dicho prendió como nunca la emoción del público y definitivamente hinchó al máximo la
intensidad con la que ya gritamos el estribillo. Aquel derroche de pulmones marcó
los minutos cumbre de autoestima, identidad, exaltación de lo castellano, y la
esperanza en el futuro que yo haya visto nunca en la ciudad de Ávila. Lo juro.
La gente levitó, levitamos, no sé si sólo
fueron centímetros, pero a mí me parecían metros. Se hizo la paradoja de la comunión popular más
cálida en la ciudad más fría.
Los aplausos eran a la vez ovaciones, todo se hizo
grito ansioso, la gente quería desesperadamente prolongar aquella sensación tan
extraña. Los que tenían compañía
femenina se abrazaban y besaban, pero volvían a aplaudir, la temperatura subía
por la fricción de las almas; ¿se estaría derritiendo el antipático
carácter que se nos asigna a los abulenses?.
Pero no era el momento de dar otro bis. Los usos, la
cortesía y la jerarquía de la actuación estaban en contra de satisfacer la
prolongación del éxtasis del público.
Se retiraron. El escenario se quedó vacío.
No creo que mucha gente haya visto alguna vez a un
profesional argentino aterrado en un escenario; menos aún a cinco. De repente
algo glacial soplaba por el entarimado y los Calchakis, que parecían pequeños
roedores, no sabían como manejarlo.
Salieron al escenario aplaudiendo y comentando la calidad “bárbara” de sus
antecesores en las tablas. Inmediatamente anunció uno de ellos que dedicaba la actuación a su su abuelo que era castellano, lo que arrancó los primeros aplausos para la oportuna reseña genealógica. Pero eso no fue bastante, los aterrados músicos tenían que capear una
hora de actuación contra el público extasiado,
sabiendo que carecían de argumentos para mantener a la mitad de la
altura en que se habían quedado nuestros anhelos musicales y políticos.
Trataban de emplear el mayor tiempo posible y la recurrente y casi siempre imbatible, locuacidad argentina, lo que les hizo añadir que otro de los miembros del grupo era de la Rioja Argentina, para aprovechar el rijoano aludido para lanzar una nueva alabanza que los vinos de su tierra no eran comparables a los de la Rioja Castellana. (Antes la provincia de Logroño era de Castilla la Vieja, pero ellos no podían saber por 1982 entonces ya no estaba en nuestra naciente comunidad autónoma de Castilla y León )También tuvieron problemas con los
instrumentos, con la afinación, alguna zampoña se quebró, -por el frío,
dijeron, para justificarse, como si en los Andes no hiciera frío-. Explicando
curiosidades de sus instrumentos y mencionando algo más a Castilla como si
fuera el talismán, capearon la eterna
hora hasta el momento en que dentro del marco incomparable de las Murallas de Ávila, habían de cantar "La Muralla" la emblemática canción para acabarla con esta morcilla al corazón de Castilla... ABRE LA MURALLA. La actuación acabó con un poquito de gloria, pero sin el regreso a la épica, a
pesar de que muchos aplaudíamos con vigor y gritábamos furiosamente: Castilla,
Castilla, Castilla...Cigarra, Cigarra, Cigarra... y entonces los Calchaquis invitaron a subir a los Cigarra al escenario; en aquel momento unos cuantos redoblamos los "Castilla" esperando que los Cigarra, quizá secundados por los Calchakis, cantaran de nuevo la canción de la noche sublime para llegar de nuevo a la esencia mágica de la castellanidad, pero los que,
gracias al milagro castellano se habían emparejado, ya no nos acompañaban, quizá sólo pensaban en culminar
con otras glorias, aquella noche increíble.