lunes, 22 de agosto de 2011

Felipe II

Acabo de leer la biografía de Felipe II escrita por el británico Geofrey  Parker de 1978, que fue publicada por Alianza Editorial en 1984. Siendo este monarca un personaje rígido, frígido, hormigonado en lo religioso, nefasto y despótico  como gobernante, no puedo evitar que se me haya prendido una simpatía irracional por sus calaveradas.
Es la influencia de don Quijote.
Dicen que muchos biógrafos se enamoran de sus biografiados y así los lectores también resultamos seducidos por esas biografías. Recuerdo una muy antinapoleónica de Napoleón, que no me gustó nada. La biografía de Paul Preston sobre Franco, aunque  no le deje bien,  no es antifranquista y también revela algunos detalles humanos. Yo tengo mucha capacidad de compadecer o empatizar (que se dice ahora) con la gente y me gusta más que me los hagan comprender, que me los fusilen a distancia. Al comprenderlos me pongo un podo en su piel.
Todo este rodeo era para explicar que es posible que Geofrey Parker en cierto modo trató de vendernos a un Don Quijote, es decir, el biógrafo seguramente primero leyó a Don Quijote, y le cayó bien, después se hizo hispanista y biógrafo de Felipe II y (como la mayoría)  se enamoró de su biografiado y sin ninguna alusión al personaje de Cervantes (sólo existe una cita literaria a El Diablo Cojuelo de Vélez de Guevara) nos traslada consciente o inconscientemente ese quijotismo redentor.

Dentro de los cientos de interpretaciones del Quijote es que Cervantes precisamente trata de satirizar a la política española, anacrónica, desgastándose a lo loco, en la defensa de la religión católica imperial mientras el pueblo llano (Sancho Panza) se ve arrastrado a las quimeras y no recibe más que golpes y maltratos, aparte de perder su tiempo para nada.
Es posible que Cervantes tratara de criticar; vive y padece esa época de convulsiones despilfarros económicos y crisis causadas por el mantenimiento del imperio europeo y el papel de campeón del catolicismo del concilio de Trento.

Como ejemplo de este quijotismo, voy a referirme a un hecho capital:
La armada invencible se diseña para emprenderla con 540 barcos, aunque se reúnen en Lisboa sólo 130. Al partir de Lisboa hacia Flandes, en la Costa de la Muerte  gallega a unos 250 Km de comenzada la travesía, ya sufren grandes destrozos por los temporales y tienen que refugiarse en  el puerto de La Coruña. Donde tienen que detenerse a realizar reparaciones. En este momento se produce esta correspondencia:
El comandante(Duque del Medina Sidonia) alegó que esto demostraba que la empresa no era viable y debía ser cancelada –el revés, sugirió, podía incluso ser una señal de Dios de que la aventura estaba condenada. El rey respondió como acostumbraba, blandiendo a placer el argumento del favor divino. En primer lugar, razonó, si la Armada fuese licenciada, los ingleses sostendrían que Dios estaba en contra de España; segundo,<< que a ser esta vna guerra injusta, pudiera tomarse esta tormenta por señal de la voluntad de nuestro Señor para desistir de su offensa, más siendo tan justa como es, no se debe creer que la ha de desamparar, sino de favorecer mejor que se puede desear>>.
Estos argumentos morales fueron, claro está apoyados por otros logísticos, los ingleses no tenían aliados y sus fuerzas eran inferiores a las de España, la flota podía estar en el Canal en una semana; desde La Coruña la Armada no podía desempeñar papel alguno para convencer a los ingleses de la necesidad de negociar y,   peor aún, podría exponerse a un bloqueo inglés. La situación era clara para el rey y así se lo dijo sin tapujos a Medina Sidonia:
<<Yo tengo ofrecido a Dios este servicio... Alentaos, pues, a lo que os toca>>

Una quijotada a escala imperial. Como Don Quijote, que en sus locuras pega, y hace que otros reciban golpes,  libera cautivos, hiriendo a sus carceleros, hiere al Vizcaino  hace sufrir a los frailes penitentes... (...) Felipe II dispara quijotescamente con las vidas de sus súbditos, sólo porque tiene ofrecido a Dios ese servicio.
El caso es que en sus largos años de gobierno lo hubiera tenido muy fácil con un poco de manga ancha en Flandes, pero para él sus súbditos protestantes eran herejes y no podía negociar con ellos; era demasiado íntegro.
Al igual que el protagonista con sus libros de caballería, Felipe II se pasaba las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio despachando correspondencia para gobernar su imperio. Tuvo no una ínsula, sino todo un archipiélago a su nombre: las Filipinas.
Lo curioso es que varias veces, cuando estaba más arruinado el país y sus finanzas, le aparecía por Sevilla una flota cargada con plata de América y tenía para montar nuevos ejércitos y seguir sosteniendo sus guerras europeas. (Porque esto también pasaba, si no se pagaba a los soldados, se rebelaban y saqueaban Amberes por su cuenta). Como para no ser providencialista.

Lo único que tiene que ver con mi querido Azaña, es que a los dos les gustaba pasear por el Escorial y el Pardo.

miércoles, 17 de agosto de 2011

A mi amigo Ovidio

Inspirado en él y en una anédota que me contó os dejo aquí un relato de verano.



    Orilla de este río no sé cuándo
me quedaré, se quedarán mis sueños
como briznas de hierba ya sin brío.

                                                           Ovidio Pérez Martín. “Soporte del Viento”

                                   EL JURADO

Letrista aficionado, desde chico me gustó el sonido de las palabras; me hacía tanta gracia repetir las frases hechas que pronto empecé a hacerlas yo, y a poner nombres nuevos a  cosas. Pasé del ripio al pareado y sobrepasando la adolescencia asalté el soneto. El servicio militar hizo que me rebelara contra las órdenes y desde entonces practico el verso libre, el cuento corto, la novela empantanada, la carta al director, y el aforismo guerrillero. Todo va siendo arrumbado en –hasta ahora- seis carpetas de ilusión .
Compro libros, escucho conferenciantes y rapsodas, subo el volumen de la radio cuando entrevistan a un literato; aunque las más veces me ponen de mal humor. Así, voy detestando a esos vivos que ocupan mi sitio frente a los focos, tras los micrófonos. Me refugio de sus frases de triunfadores postrándome ante los clásicos; y también me gusta comprar valores que no están de moda.
Soy maestro, y desde pronto dejé caer mis versos en las salas de compañeros, que me animaron entre la benevolencia del  cariño y la educación. Acaso no sabían como escapar del compromiso del elogio. No sé si debí querer creerles tanto cuando me encomiaban. Nadie como uno mismo es capaz de engañarse con tan mínimas dosis de aprobación.
Porque yo amo la literatura, no sé si será por desesperanza de no poder ser alguien en ninguna otra cosa o un amor purísimo, pero me sale un prurito que quita toda  vergüenza de tirar de la levita de cualquier aledaño de la escritura. Y lo hago. La gente lo sabe, es mi sambenito; o mi escapulario, según quien mire.

¿Quién podía no escapar de ser jurado del concurso de redacción de séptimo curso?: la directora y yo. Yo y la directora,  si atendemos la prelación de quien en el colegio no podía rechazar algo relacionado con la creación literaria.

¿Cómo va a haber escrito esta maravilla  “La isla de la niebla” ella sola, una cría de once años, por muy hija de médico y de pintora que sea? No; esto no es suyo. A otro perro con ese hueso, llevo muchos años leyendo redacciones. Acabo de pegarme un atracón de veinticinco cuentos de niños de su edad, llenos de aciertos y fantasías, pero esta perfección narrativa, adjetiva, metafórica, ortográfica... esto es una estafa. Ya te vale doctor, ya te vale, señora pintora... queremos acaparar todo... pues no, a mi no me engañan. ¡Desestimada!
Y con un rotulador rojo escribí sobre la portada. “O ES COPIA O TIENE EXCESO DE AYUDA DE UN ADULTO”.

La directora no lo leyó, no quiso. ¿Para qué? Ya se había tragado otros veinticinco. El cuento pertenecía a  mi montón, además ¿quién mejor que yo estaba capacitado para tomar esa decisión? Y cargué con toda la carga, al principio liviana, de la expulsión.
Premiamos un relato majete, pero con las limitaciones que se suponen a los once años. Pedrito Martín miró de reojo hacia Patricia Velasco Huete torpedeada en su ilusión, pues tampoco recibió el segundo, ni el tercero.
Dos años después, el peso de aquella carga ignorada se desplomó sobre mis pulmones. Me dio un vahído; y como que me falta el oxígeno cada vez que lo recuerdo.

Agarrado a una cadena que habíamos colocado para impedir el paso al cercado del encinar casi centenario que el ayuntamiento había mandado talar para hacer unas pistas de tenis, mi codo coincidió con el de la pintora Felisa Huete. Frente a nosotros el alguacil y los motoserreros, que envueltos en olor a gasolina, no se explicaban cómo habían podido juntarse dieciséis personas allí esa mañana para salvar treinta o treinta y cinco encinas, “con la cantidad de árboles que hay en este pueblo”.
En un receso en el que los taladores se retiraron, mientras el empleado municipal subía al cuartel de la Guardia Civil a ver si la fuerza armada y uniformada nos hacía entrar en razones, Felisa y yo mantuvimos esta conversación:
-Eres la madre de Patricia ¿no?
- Sí, tú eres profesor...
-Bueno es que la veo.., la vemos los profesores un poco desmotivada. Desde hace un par de años. No sé. Parece que está entrando en la edad difícil.
-  Tiene que ser eso. Ahora está sólo con los videojuegos, las revistucas y los programas más tontos de la televisión. Es una lástima, siempre había sido muy lectora, y, desde que empezó a soltarse con la escritura, escribía unos cuentos que a su padre y a mí nos dejaban pasmados.
-    No me digas.., entonces...
-    ¿Qué?
-    ¿No la ayudasteis nada en aquel cuento de “la isla”?
-   Sí... “la isla de la niebla”. No. Lo escribió todo ella. Era precioso, lo que más me ha gustado  de lo que ha escrito. No sé si ahora escribe algo, creo que no. No entendimos como no se lo premiaron.
-   ¿Seguro que no lo copió?
-  No, me lo había contado a mí antes de escribirlo. Estaba muy ilusionada con él. Recuerdo que vino a leérmelo cuando lo terminó.

Y yo me atraganté la culpabilidad con un vahído. En esos momentos llegaba el alguacil con cuatro guardias civiles. Me desplomé. Tuvieron que atenderme; entretanto los motoserrerros penetraron con muy poca oposición y comenzaron a atosigar el aire con sus ruidos y olores, que hacían poco por reanimarme. Antes de que cayera la tercera encina, los defensores habían abandonado. Mi flaqueza reventó la resistencia.

Perdimos otra batalla. No sé que pensará la gente de mi valor físico. No sé sí preferir que conocieran la verdadera causa. Creo que lo que haré será aprovechar la coartada de mi pusilanimidad para que no me enganchen a más jurados.

jueves, 11 de agosto de 2011

El tercer escritor extremeño

En esta pantalla ya declaré mi admiración por el emeritense (aunque de Tomelloso) Félix Grande y su obra “La balada del abuelo Palancas”.
Declararé aquí que para mí el mejor novelista español vivo es el también extremeño Luis Landero. Con veneración y mucho placer he leído recientemente “Hoy Júpiter”, como en su día leí “Caballeros de fortuna” El Mágico Aprendiz” “El Guitarrista” y la que le reveló al mundo “Juegos de la edad tardía”. Tengo que decir que a esta llegué por una recomendación radiofónica de Vargas Llosa, que preguntado por el entrevistador sobre los libros que más le habían gustado este año citó éste de Luis Landero y “Galindez” de Vázquez Montalbán (que también he leído aunque no sea extremeño).

Luis Landero y Félix Grande trabajan la madre del lenguaje ancestral y la manera de contarlo que yo quisiera recuperar para mí cuando sea gran escritor. Es un lenguaje popular y muy culto (esto no es contradictorio) de nuestros mayores, la verdadera sabiduría de los relatos de la vida, a la lumbre del invierno o al fresco del verano.
Pues hay otro escritor más: es de su generación, se llama Víctor Chamorro, de Hervás, un profesor jubilado que se autoedita los libros. Escribe barrocamente de aquella manera que hablaba el modelo platónico de  todos los abuelos que yo he querido y querré tener. Da gusto leerle en voz alta: historias de pueblos, de arrieros, de pequeñas empresas quiméricas y de caciquismo, todo con el permanente bordón de la guerra civil, sus antecedentes y consecuentes.
Mi amigo Pablo Martín Arteaga le colecciona y me va pasando sus libros, primero “Guía de bastardos” y luego “Calostros” ¡qué hermosa palabra!: cuando paría una vaca, mi tía nos regalaba una lechera de esa primera leche materna.
Los calostros al cocerlos se cuajaban y los celebrábamos con azúcar.

lunes, 8 de agosto de 2011

La extremadura soriana

Hace casi 20 años, el estado me regaló mi primer año de trabajo en Ayllón (Segovia). Pude comprar entonces mi primer coche de segunda mano y comenzamos a conquistar horizontes cercanos al azar que da la libertad automóvil. Allí, al lado, estaba la provincia de Soria; las tierras del Duero, donde hacia los siglos X y XI se peleaba muy duramente entre cristianos y musulmanes. Quedan impresionantes pueblos amurallados, atalayas y castillos, y la increíble fortaleza de Gormaz.
 Los campos de Castilla no se han cansado de seguir siendo fértiles; un paisaje viejo, encallecido, que a mi me enamoró. Desde hace 20 años mi alma guardaba una habitación para albergar el reencuentro que tuvimos en la última semana de julio. Fue gozoso transitar de nuevo por las estepas cerealistas.
Hoy, aquel sitio central donde se jugaba la partida de la Reconquista, es la zona más desértica de España, con  menos de 10 habitantes por kilómetro cuadrado.