Salamanca no es el amoroso multicolor
Baranco de las Cinco Villas, que tanto regalaba a mi vista, pero me hace abrir
los ojos todas las mañanas a sus piedras iluminadas, a sus volúmenes, a sus
tránsitos. Estoy paladeando con el solo eco de mis pasos en el pavimento, -una
fría, pero ideal, banda sonora-, el arte de sus fabulosas iglesias-planeta que giran en torno a las dos
catedrales univitelinas que tiene: hay una Nueva que se adosó a la Vieja
Las iglesias planetarias a que me
refiero son San Esteban, la
Clerecía, la Purísima, pero hay muchos
satélites, tantos que no puedo enumerarlos, iglesias parroquias, capillas-iglesias de conventos, la iglesia
con dos puertas encastrada en la Plaza Mayor, muchas, muchas y cada una con su
encanto.
Al bajar del autobús me sorprendo al ver gente entrando a las siete y veintisiete en
la capilla de San Francisco. En 2012 me parece anacrónico que vayan a desayunar
rutina, gimnasia espiritual, creencias, plegarias, supersticiones... (de
rodillas había dos personas, de las cuatro que vi esta mañana, que he entrado) no
puedo menos que respetar esa voluntad mañanera hurtada a las pegajosas sábanas.
El desayuno alimenticio es una rutina necesaria – agradable para mí- y la verdad
es que no he querido herir con ese aspecto tan rutinario de la palabra (hay repeticiones como la comida diaria que
entiendo placenteras).
Creo que este es Felipe V, el primer borbón que reinó España.
Por las tardes, con luz natural, me he
detenido. Veo a Felipe V en su frontispicio. Deduzco entonces que es, además de
modesta, neoclásica. Poco se podía añadir a la esplendorosa Salamanca
renacentista y barroca. Supongo que en el XXVIII, la ciudad entró en
decadencia. Espronceda en el XIX (hace muchísimo que lo leí) (aunque
recientemente vi que le gustaba a Juan de Mairena) ya pintaba una Salamanca
misteriosa, perdida en un pasado glorioso, pobre, hidalgón, oscuro, miserable.
Veo que la ciudad se despereza: los
barrenderos y operarios de camiones con agua a presión pulen las calles. Los
kiosqueros de los puestos callejeros cuentan los cada vez menos periódicos y
revistas que venden, (antes cargaban fardos atados con cordeles y ocupaban el
suelo delantero, que iban desocupándoles sus clientes a lo largo de la mañana).
Hoy con una mínima repisa ponen cuatro o cinco ejemplares de cada cabecera, salvo
de el periódico local La Gaceta, del que puede que haya veinte o veinticinco.
Algún día desaparecerán los kioskos como
desaparecieron las cabinas telefónicas.
Es curioso: en mis años 80 las cabinas
estaban casi siempre ocupadas y la gente hacíamos cola a partir
las 8 de la tarde en que empezaba la tarifa reducida para llamar a casa.
Hoy no veo cabinas, y nunca más colas a su alrededor, los pocos que las usan
son inmigrantes (supongo que habrá alguna tarifa de oferta para llamar a sus
lejanos países). Otro gran negocio de los años 80 y 90 fueron los estancos: se
pagaban traspasos millonarios por ellos. Hoy, entre las prohibiciones y la
fiscalidad, la crisis los acabará de jibarizar.
No voy a olvidarme de La Guerra. Quizá en
primavera acuda alguna tarde a investigar al famoso “Archivo de Salamanca”; hay
muchos flecos que tengo por ahí.
El obispo cedió este palacio episcopal para
que Franco dirigiera la cruzada. (Algún día pondré aquí todas las fotos que
debo)
Desde el salmantino aeródromo de Matacán
despegaban los Heinkel y los Junkers a bombardear Madrid.
De aperitivo os contaré una emoción menos
pública: en el edificio donde están mis juzgados hay dos plantas subterráneas:
la planta –2 aún se llama en el directorio de metacrilato “calabozos”. A mis
compañeros (sobre todo a mis compañeras) no les gusta bajar allí, que es donde
tenemos el archivo. Eran los calabozos del cuartel de la Guardia Civil. Cuando
los transito pienso en la gente que estuvo en el 36 cavilando, temiendo,
desesperando que una noche o una madrugada les dieran el “paseo” hasta las
tapias del cementerio. Mi emoción está con los no vieron nunca la luz del día.