jueves, 31 de enero de 2013

ARDOR GUERRERO: UNA OBRA MAESTRA



¡Troppo vero! exclamó el Papa Inocencio X al ver la penetración psicológica que había conseguido Velázquez en su famoso retrato. Alcanzó el pintor a desvelarnos un alma nada piadosa y sí muy intrigante, “un hombre de cuidado”, en el que salta a la vista su virilidad desafiante,  un sujeto a las peores pasiones, tan alejado  de la imagen beatífica de un “santo Padre”.

Sin embargo el personaje se reconoció y regaló el elogio mejor que pudo recibir el artista, pero también un elogio amenazante, como la  esencia del personaje delatada por el cuadro.

El libro Ardor Guerrero en el que Antonio Muñoz Molina tiene la originalidad de narrarnos la mili, eso que tantas veces tantos nos han contado, pero ¡troppo vero! y eso que yo no hice la mili, pero la reconozco, ¿vaya si la reconozco! que la estoy padeciendo con él treinta y cuatro años desde que la cumpliera, y catorce desde que la escribiera.

La maestría del lenguaje y la penetración psicológica de Muñoz Molina, así como su hondísimo examen de conciencia, me han conmovido tanto que juro que anoche tenía una inquietud angustiosa que no me permitía conciliar el sueño, y eso que -por fin- le había salido algo bien en el cuartel. El lenguaje y la narración achicadora de todos los espacios alcanzan una maestría que para mí supera las obras anteriores del ubetense, rayando tan alto como pudo rayar Vargas Llosa, que escribió el primer ardor guerrero de la historia: La ciudad y los perros.

Sé que Muñoz Molina ha seguido escribiendo sin parar, -el año pasado publicó su última novela-. Aunque lo espaciaré, ardo en deseos de ver como mantiene o -si fuera posible-supera el nivel.

 

Lo más triste es que en mi trabajo me toca copiar al pie de la letra horrendos escritos en los que los abogados llegan a acuerdos se llaman transacciones para evitar la sentencia del juez. Farragosos, reiterativos y sin claridad mental ninguna, todo lleno de “el mismo” “la misma” “al efecto”“interesamos”... no sé si pensar que son incultos y no tienen idea de escribir claro y bien puntuado, quizá que con estos acuerdos tal mal redactados estarán sembrando el germen de un futuro pleito y más dineros para ellos.

 

Recomiendo tanto leer a Muñoz Molina como huir de los abogados.


Pd Durante algunos momentos de la lectura estuve escuchando este delicioso disco de Antonio Fragoso un portugués de principios del S XX malogrado (no alcanzó o escasamente alcanzó la veintena)

 

martes, 22 de enero de 2013

EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA


El gran escritor Chesterton admiraba a la religión católica y terminó convirtiéndose a ella por el atractivo que tuvo para él el sacramento de la penitencia. No decir más que su más famoso personaje es un detective que es el cura católico Padre Brown del que creo recordar que su conocimiento del género humano le llega por haber ejercido muchos años este sacramento.

Yo, a pesar de haber escrito sobre el tema de la confesión (1) hasta ayer no había entendido las bondades depurativas de este sacramento. Me refiero a la entrevista de Oprah Winfrey  al, a pesar de todo, gran ciclista Lance Amstrong. Gran ciclista antes y gran penitente ahora, que en un ejercicio de sinceridad, muy calculado, y con un resultado artístico encomiable, se ha convertido en la confesión del milenio. La madre de todas las confesiones, un género televisivo elevado a la máxima categoría mundial.

No creo que  hayan sido menos de mil millones de personas las que hayan presenciado esta representación, ya que la entrevista fue y será repetida en extractos y en totalidad por casi todas las televisiones del planeta. La entrevistadora, que está considerada  la mujer más influyente de Estados Unidos, tampoco creo que se haya visto en otra mejor que en ésta.

Amstrong, el villano redimido, estoy seguro de que ha salido bien parado: con su contrición universal podrá terminar siendo un personaje que superó otra vez el mal; ahora el doping, como antes superó el cáncer de testículos, y en virtud de esta penitencia que  roza el exorcismo  ha obtenido la absolución universal y, rehabilitado, terminará presidiendo ahora fundaciones contra la droga, remontando el declive de su fundación contra el cáncer (en mi casa hay una pulsera amarilla con la inscripción livestrong ) y de paso creo que habrá ganado, y dado a ganar, un buen dinero a la cadena de televisión de Oprah.

Analizando el milimetrado mensaje que se ofrendó, creo que grabado en la intimidad de la casa del ciclista y no como se hacen estas cosas, en un estudio cara al público, brindó la posibilidad -seguramente aprovechada- de ser editado repetido y rectificado, así fue  “in crescendo” hasta el momento álgido y (muy spilbergianos) cuando reconoció hacerlo especialmente por sus hijos y los nombró con sus nombres. Confesaba para que no se desgastaran defendiéndole en los pasillos del instituto o respondiendo en las redes sociales. Un hombre acostumbrado a sufrir en la bicicleta ahora, con un dolor insufrible tiraba la toalla ante su hijo y después se rendía en público. Ahí estaba el cenit de la emoción cuando un tipo tan duro, (Amstrong además es tejano) balbuceó, bajó la mirada, perdió las palabras, se echó la mano a la boca y se emocionó.

Is wanderful. Chesterton tenía razón: la penitencia aunque en los países católicos ya no la usemos, es un activo de la religión católica, un valor capital: es tanto como la esencia; la resurrección después de la muerte.  Lo dejo ahí; no voy a descubrirme ahora como teólogo.

 

Bajando al mundo pedestre: yo seguí la entrevista subtitulada y oí y vi escrita una palabra desconocida “Instagram” al lado de Facebook como los lugares de internet donde los hijos, desesperados por lo ataques e impotentes, querían defender a su amado papá. Yo, que no es que ande poco por internet, tuve que preguntarle a mi hija qué era eso de Instagram y me respondió que una aplicación del Facebook que consiste en colgar y comentar una fotografía. Ahí está parte del truco del almendruco. Yo lo pregunté y millones también lo preguntaron y otros lo buscaron, cientos de miles lo contrataron. Me juego la uña del meñique de la mano derecha, (que a los guitarristas sólo nos sirve para rasguear) que Amstrong cobró algo por introducir esas palabras Instagram, Facebook en su emocionado desahogo.

Ya sabéis lo desconfiado y mataclimax que soy; a pesar de todo me alegro de la confesión y de haberlo visto. La penitencia de nuestro rey Juan Carlos, no fue tan humana, ni tan espectacular, fue una confesión express, como tapándose la nariz y apechugando,  pero seguro que dijo fuera de cámara, bueno: ya lo he hecho, dejadme en paz, que a un rey no se le puede pedir más.

Lo dicho: tenemos que copiar muchas más cosas de los americanos, aquí estamos de doping hasta las orejas y Perico Delgado salió absuelto de tomar una sustancia que ya había prohibido el Comité Olímpico Internacional pero que la Unión Ciclista Internacional todavía no, estaba en el orden del día y se aprobó en la siguiente reunión. Marta Domínguez fue rehabilitada por el PP y ahora tiene la bicoca de un puesto en el senado. El bejarano, Roberto Heras, que estaba en el equipo de Amstrong cuando ganó bastantes de sus cuatro vueltas a España, con su perfil bajo ha logrado en el Tribunal Supremo que le restituyan la cuarta vuelta que le habían quitado por dopaje.

 

Pero nosotros no somos tan wanderful como los americanos, nuestro público no exige una verdad, ni condena una mentira tanto como esos puritanos. Aquí ya nadie confiesa nada.

 

 

 

 

 

 

(1)                                               RECUERDOS Y OLVIDOS

 

            Cuando uno es un jovenzuelo suele creerse que ha conquis­tado la razón simplemente porque, en apariencia, superó la niñez. Desde esa perspectiva nos encaramamos en una arro­gancia miope que nos impide apreciar poco más allá de las tres o cuatro cosas que creemos que nos conciernen directamen­te.

 

 Yo no creía que me concerniera el que se marchara del pueblo Don Macario y como entonces ya disponía de libertad para no ir misa, alguien debió convencerme, exci­tando mi curio­sidad, para que acudiera aquel domingo a su última ceremonia.

 Estuve presen­ciándola desde la tribu­na, aunque en esta ocasió­n presté, como el resto de los que allí estaban, bastante más aten­ción que otras a aque­lla liturgia conce­lebra­da con un sacerdote amigo suyo que vino a arroparle en momento tan especial. De todas maneras, desde allí arriba no fui capaz de perci­bir ni la solemni­dad, ni tampoco la melan­colía que embar­gaba a la mayoría de los que ese día llenaron el templo. Mi  escepticismo me impedía implicarme, por eso tampoco llegué a apreciar la emoción ni las lágri­mas del anciano prota­gonista. Creo que sólo me inte­resaba el futuro: enterarme de qué iba a pasar; y con esas orejeras, me sor­prendió enormemente ver tanta gente llorando a la salida. Llora­ban lágrimas verda­deras; no eran esos alari­dos histé­ri­cos, algu­nas veces rea­les, pero bastantes veces exage­rados, que yo había presencia­do, también a la puerta de la iglesia, en algún entierro. El de aquel día era un extraño sepelio que com­par­tían casi todas las familias.

 Con aquel hombre se marchaba demasiado tiempo: miles de horas vivi­das en ese mismo templo en forma de misas, rosa­rios, viacrucis, flores de mayo, novenas, pasiones, sermones de las siete palabras... Sobre todo, se estaba yendo nada menos que el testigo de los aconte­ci­mientos fundamentales de todas esas vidas, casa­mien­tos, bauti­zos y comuniones, y más que ninguna otra cosa, sus extremaunciones y sus fune­rales: las últimas pala­bras dichas a los muertos, remata­das con la media palada de tierra que echaba entonces dentro del ataúd, estaban ligadas a aquel hombre que iba a desapare­cer para siem­pre de nuestras vidas. Pero también ese cura se llevaba nuestros pecados, todos los pecados confesados, los confesables y los inconfesables. Los pecados agrupados por familias, por barrios o por cuadrillas de amigos o de amigas. No debía ser difícil, con toda esa información, desde el púlpito, redondear la geografía moral del pueblo, mirando a la cara de sus habitantes que, aunque pareciera un mapa falso, endomingado, para él resultaría transparente, cuadriculado, sobre todo después llevar de treinta años absorbiendo desde aquella esquina oscura del confesionario -ya fuera de frente, con la puerta franca para los hombres, ya fuera de lado y con celosía por medio, para las mujeres- todo lo interesante o aburrido que tuvo la gente que ir a contarle como intermediario de dios.

 

 

 Mis recuerdos de esa parte de la vida son más pequeños que los de aquellos y aquéllas que se emocionaban. Por la situación de mi casa, muchas veces tenía que pasar por la puerta de la iglesia para ir casi a cualquier lugar. Allí en el centro del recinto -“del cementerio”- estaba el grueso olmo que yo no fui capaz de escalar tan pronto como otros, que se secó y desapa­reció, asolado por la peste que acabó con todos los grandes de su especie. Muchas tardes el olmo estaba acompaña­do por aque­lla otra figura enorme, -medio olmo por lo menos-, que hacía paseos con las manos a la espalda, bajo el atrio de la igle­sia. Igual que su compañe­ro árbol, el tallo de Don Macario también partía directamente del suelo, aunque este tronco era de tela negra y tenía una fila de grandes botones que ascen­dían desde las losas del pavimen­to, remontan­do la montaña de su indisimulable barriga, hasta llegar a su gran cabeza páli­da, como la de un de angelote viejo, que algunas veces remataba una boina. El niño bien enseñado que era yo, se acercaba y se plantaba delante de aquel hombre a formular el "Avemaria­purísima"; entonces recibía el "Simpe­cado­conce­bida" acompañado de su carnosa mano derecha vuelta boacaa­bajo para que se la besara. Yo tomaba aquella mano con mi manita y después de darle un beso ya podía seguir mi camino.

Había un detalle preocupante: el dedo índice de la mano derecha de Don Macario tenía muchas veces un inquietante color marrón. Ese color, aunque no tuviera ese “olor” que fácilmente se le asocia, consi­guió desanimarme de pasar por la puerta de la iglesia, y comencé a tomar cami­nos que me alejaban de la iglesia.

Una tarde, comentando otras guarradas con los muchachos, alguien me tranqui­lizó afirman­do que aquel marrón efectivamente no era caca: es que el señor cura se manchaba de marrón liando cigarros; fumaba "Idea­les".

 Mis recuerdos religiosos comienzan con la cate­quesis preparato­ria de mi comu­nión. En aquellos tiempos andaba yo preocupa­do por mi primera confesión, porque no tenía hecho ningún pecado en siete años y no sabía qué podía decir en esa cita trascen­dental.

Menos mal que, oportuna­men­te, Santi “el Furraqui­llo” también llamado “Pirri” nos indujo a unos cuantos, para ir robar esa primavera manza­nas al huerto de Tío Pichón.  Pirri era más mayor, y por tanto conocía mejor la vida, pero aquella induc­ción no fue tan oportuna: las manza­nas estaban completamente verdes. Para colmo, nos pilló Tío Pichón  y nos ganamos una buena bronca de nuestros padres. El único resul­tado positivo fue que ya yo había conseguido por fin manchar mi alma manchada de pecado, así que tenía algo que confesar. Pero en aquel momento, me entró un poco de apren­sión, pues no sabía (creo que nunca lo supe) si aquel pecado era venial o mortal. Co­mo no iba a poder confe­sarme hasta dos meses des­pués, me encon­traba en peligro de ir al infierno, por eso me molestó mucho la falta de solidari­dad de mi amigo Carlos “Escarolo” que, como ya había tomado el año anterior su primera comu­nión, se confe­só casi inmedia­tamente para lavar el pecado. Y yo, mientras tanto, daba vueltas, porque ya tenía uso de razón: si me moría en ese tiempo iría directamen­te a las calderas de Pedro Botero. Aunque otras veces discu­rría que a lo mejor sería un pecado venial, teniendo en cuenta que las manza­nas estaban verdes, además de que, cuando nos pillaron, yo escu­pí el cacho que me estaba comien­do. No sé por qué a Adán no se le habría ocurrido eso para evitar su expulsión del paraíso. De todos modos, durante esos dos meses tuve cuidado espe­cial de no meter­me en peli­gros, para no morir­me, por si acaso.

Pasados esos meses, aque­lla trasta­da me sirvió efectivamente para que la primera conver­sación a solas con Don Maca­rio no fuera un mero trámite. Des­pués de confesar este prome­tedor primer pecado que me costó una buena penitencia, -habría de todo: un yo pecador, una salve, un señor­mioje­sucristo, y padre­nues­tros con sus correspon­dien­tes avema­rías y gloriaalpadre, gloriaalhijo...- ­ mis confesiones fueron ya mucho más aburri­das, porque nunca más cometí pecados dignos de men­ción, con lo que mis posteriores peniten­cias no solían exceder de un padre nuestro y un avema­ría. Aunque las rezaba con higiénica lentitud, no como don Macario que despachaba la absolución con un susurrante y vertiginoso “egoteabsolvoinnominepatris y noséquémás.

 Creo recordar la emoción al ir a recibir de su mano al cuerpo de Cristo transfi­gurado en mi primera hostia consagrada, pero si he de decir verdad, tengo más presente la imagen de las que Don Macario le daba sin consagrar a Luisito “Calino” en la catequesis a la que asistíamos después del rosario, ¡Qué maluto era aquel mucha­cho!. De cualquier modo, las más importan­tes hostias comulga­das por mí, fueron las que me esforcé en tomar cada uno de los siete primeros viernes de mes, en el año 1972 y 73.

Con ocho años me gané el cielo; aquello si que fue clarivi­dencia y precoci­dad. Recuer­do mi satisfac­ción en ese glorioso minuto de reflexión en que debía­mos permanecer arro­di­llados después de comulgar. Al terminar aquella última eucaristía, tenía­ que volver a la escuela -la licencia que nos dio la maestra no sobrepasaba el tiempo estricto de la misa- y todos los compañeros que acabába­mos de cum­plir los siete viernes, regresamos con la garan­tía de haber esca­pado para siem­pre de las llamaradas del infierno, pero, sobre todo, de aquel espan­toso reloj que repetía sin cesar "sin fin, sin fin".

 

 Haciendo memoria, puedo recordar otras cosas de la iglesia. Por ejemplo, existía una noche al año, (siempre era a final del invier­no pero todavía cuando las tardes eran cortas y se perturbaba en menor medida el trabajo) en que se hacía la misa de los hombres; lo que se llamaba confesión general. Por la tarde de ese día, venían un par de curas a ayudar a Don Macario a confesar indus­trial­mente a los varones que no prac­ticaban este sacramento con regularidad; es decir, al noventa por ciento. Como debía hacer mucho frío en los confe­sonarios, los monagui­llos estaban de servicio perma­nente para acudir cada cierto tiempo a la vecina panadería de “Canoncho”, llevando y trayendo, cogidos con unos ganchos de hierro para no quemar­se, ladri­llos calentados en su horno, para que los pies de aque­llos curas aguantaran quietos y sin brincar de frío, todos los relatos del último año de pecados masculinos del pueblo. Esa misma noche –para no dar a los hombres tiempo a pecar- se celebraba una misa en la que se formaba una fila tan larga de comulgan­tes, que llegaba hasta debajo de la Tribuna. Ésa era la única vez que podía verse a mucha gente (entre ellos a mi padre) en aquella cola. A aquel acto se le conocía por "cum­plir con la iglesia".

A mí lo que más me emocionaba era el cántico que hacían los Jueves Santo, durante la procesión que tenía lugar dentro de la Iglesia, que iba desde el altar hasta el monu­mento de la Virgen del Tránsito. Sonaba el "Tan­tum ergo" cantado a dúo por don Macario bajo palio y mar­cando el compás con el incensario, y el Sacristán (Tío Sacris) desde la tribu­na, arro­pa­dos los dos por el coro de mujeres en el que no sé por qué siempre se dis­tinguía perfec­tamente la voz de La Gerarda. Años más tarde me llevé un pequeño casete escon­dido para grabarme aquella música, pero el susti­tuto de Don Macario, Don Alejandro, tenía voz de lata abo­llada, además de que carecía casi absoluta­mente de oído musical. Borré esa grabación pues su penoso resul­tado me marti­rizaba el re­cuerdo de la otra versión gloriosa de aquel himno. Tampoco estaba ya La Gerarda.

 En la misma Semana Santa se producían otros hechos excepcio­nales como la postración de los concejales ante la Cruz de Plata. Era todo un espectáculo verlos como se agachaban de dos en dos, sobre todo para nosotros los niños y las niñas, que lo veía­mos en primera fila.

 

 La causa inmediata de la partida de Don Macario fue la enfer­medad y la vejez de La Feliciana, que era la señora que le aten­día, y nadie más quiso o no llegó a un acuerdo para hacerse cargo. Las lágri­mas de aquella mujer aquella mañana de la despe­dida fueron las más desgarra­das. La pobre se sentía culpable de la tragedia que asolaba al pueblo y la gente se esfor­zaba en consolarla.

 

  A partir de ese día Don Macario tuvo que resig­narse a la jubilación, cuya edad ya tenía cumplida con creces, y aceptar marcharse a acabar sus días en la resi­dencia del seminario de Ávila. Su hueco fue y será imposible de rellenar; aunque renacieran las vocaciones y los rebaños se volvieran a reunir, su estilo pertenece a otros tiem­pos.

La distancia trajo el olvido. Además, según creo, él no volvió más por el pueblo. Después de su muerte sonó una pequeña polémica sobre si el pueblo y sus repre­sentantes lo acompaña­ron como se debía, y  si se tenía que haber facilitado el que sus restos vinieran a enterrarse a nuestro cementerio, que era el suyo.

 

Pero yo, que ya vivía en Avila, todavía pude verle en dos ocasiones más.

La primera fue realmente obscena, escandalosa. Me da pudor escribirlo, pero un día le vi paseando por el parque de San Antonio..., en pantalones. Sí, en pantalones. Los pantalo­nes eran grises, del gris mas curil que pueda imaginarse, y también llevaba alzacue­llos. Nadie podía decir desde ninguna distancia que aquel hombre no era un cura. Pero aquella imagen fue para mí espe­luznante, demoledora; era lo mismo que si hubiera visto a mi abuela en pantalones.

   No creo que nadie que no le viera, acier­te a imagi­narse a Don Macario sin sotana.

La última vez ya no me conoció, estaba decrépito y bastante más delga­do. Le vi en los jardines de la Casa de Ejercicios del Obispado -que comunican directamente con el Seminario-. Yo estaba con un amigo mío, cuyo padre era el jardinero de ese sitio, y Don Macario paseaba o era sacado a pasear por otro cura. Vién­dole quizá ya abandonado de sus facultades menta­les, dije a mi acompañante:

 - Ahí va la memoria de todos los pecados de mi pueblo.

Mi amigo me respondió:

 - Hombre, no de todos. Alguno no se lo habrán confesado.

 - Bueno, si no lo confesó el pecador, alguien lo confe­saría por él.

 

 Creo que pensé entonces en cómo la Iglesia se adueñaba de las flaquezas, de las intimidades, de los rece­los, de las tentaciones y, sobre todo, de las consumaciones. Esa información, aunque los curas debieran olvidarla, se administraba en la memoria de estos pasto­res de almas, como un poder, como un instrumento de control hacia su rebaño. La confesión esa sumi­sión tan gene­rosa de los feli­greses era la mayor deja­ción que se le hacía al clero. Hoy, en la generación del ordenador y de internet donde la gente vierte falsas y verdaderas intimidades, con las que otros comercian, sabemos lo valio­sa y lo ricos que se hacen algunos con el mercadeo de cualquier infor­mación, para las empresas, para los gobier­nos, para la medici­na. Con lo fácil que se lo poníamos a le iglesia de conse­guirla sincera y de primera mano. Los curas siempre ha tenido ese as en las largas mangas de sus sotanas.

­No sé si es por for­tuna­ o por desgra­cia, pero la Iglesia como institución, (y ahí está su atraso) no pudo ni puede atesorar ni espe­cular con los pecados, porque ¿cuántos datos tan curio­sos, cuántas estadísticas tan fidedig­nas, tan interesantes para el conoci­miento de tantos aspectos del ser humano podría u­sar la sicología, la criminolo­gía, la literatu­ra..., si hubieran podido acceder a la información vertida en los confe­so­na­rios?. Pero cae en el pozo de una memo­ria personal, que al final se convierte, al no perdurar más allá de la vida del confesor, en un pozo de olvido. Y muerta la memoria se acabó tam­bién ese rastro de conoci­miento humano.

 

Los pecados de mi pueblo se olvidaron en Ávila el 1 de marzo de mil novecientos noventa y tres(1)

 

 

(1)La fecha, que yo desconocía, me la puso Don David Gallego, cura con quien trabé amistad en Mombeltrán en 2007 después de leer este relato. Don David era natural de Mingorría,  fue párroco de las Berlanas, precisamente uno de los que vino a concelebrar la misa de despedida de Don Macario. 

 

 

 

 

 

viernes, 18 de enero de 2013


LA BURBUJA COMERCIAL CHINA (o las bicicletas no tienen marcha atrás)

Vivo a dos minutos de un bazar chino. Es un local enorme, céntrico, emplazado en un edificio nuevo, que llevará funcionando como 6 años. Lo lleva gente joven, (2 ó tres personas -no sé si son las mismas o han cambiado-)  a veces vi a algún niño haciendo de traductor de sus mayores. Durante estos 6 años cada vez les he comprado menos; últimamente nada. Son algo más caros y ofrecen igual o menor calidad que el bazar español “todo a cien” que todavía resiste en Béjar.

Los chinos son muy desconfiados y también serios, no sé si antipáticos o es el abismo de la impenetrabilidad oriental, pero como simpáticos no se comportan. Creo que mi “bloqueo comercial” no está constituido más que en un 10% por xenofobia o nacionalismo. Quizá sea algo más de porcentaje, pero manifestaré que tampoco abomino de esta idea: es racional ayudar a los españoles, que además en su tienda venden mayor porcentaje de productos españoles. No me importa andar ocho minutos  más hasta el bazar nacional.

Lo que me ha ido sucediendo es que he ido comprobando que los productos en el establecimiento español solían ser los mismos o mejores y además podía cambiarlos, comentar, preguntar. En este comercio hay más calidez, más luz y lo encuentro todo más proporcionado, mejor aprovechado; me siento más a gusto.

El  bazar chino ocupa 300 ó 400 metros cuadrados y venden ropa fea, calzado horrible, herramientas dudosas, DVD porno, mercería, radios y pequeños electrodomésticos de marcas muy raras, juguetería cutre, pegamentos, menaje, “chuches” o golosinas infantiles, pilas alcalinas de corta duración, paños de cocina, carretes de fotos caducados, y larguísimos anaqueles de  adornos de gusto muy “chino” que no concibo quien puede comprar. Eso sí: operan los domingos, (no sé si pagan a hacienda más por ello) y prolongan su horario hasta las nueve de la noche.

La crisis económica española creo que ya les está afectando; ahora no abren ininterrumpidamente, -han empezado a cerrar para irse a comer-, y no creo que sea por falta de ganas de ganar -aunque sea poco- dinero, supongo que el gasto de luz, a pesar de que lo tienen muy poco iluminado (los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y escuros que era buen sitio para tiendas de mercaderes, Francisco de Quevedo. El Buscón) no les compensa lo que vendieran en horario de dos a cuatro y media.

Eso sí, por lo que yo he visto, siguen acumulando mercadería: una gran furgoneta blanca conducida por ellos mismos, constantemente descarga cosas que se irán apilando en sus anaqueles. Las últimas veces que he entrado la impresión es que la tienda está cada vez más abarrotada: es la burbuja.

No sé si les está pasando que los productos que compran en los polígonos industriales chinos, que  al tener escasa salida sean cada vez más baratos, y ellos, que los han comprado a mayor precio antes, reinvierten constantemente, compulsivamente. Como me pasa a mí con los libros a un euro y con la música de liquidación. (adelanto, y contaré en otro artículo, que he comprado más de 200 discos de  música clásica porque en estos últimos meses que voy a Salamanca están liquidando las dos últimas tiendas de discos que quedaban, al final terminaron vendiéndolo al 70%, los discos que costaban 5 euros los he comprado a 1,50)

Habiendo visto yo lo que cuesta en Salamanca liquidar 20 metros cuadrados de CDs, que no fueron capaces ni a esos precios, ni después al 80% ya con el establecimiento cerrado.

(Con lo bien que se ordenan y se guardan los CD) considero imposible en menos de 15 años liquidar todo lo que los chinos han metido en este local. El plazo se amplia ilimitadamente para los adornos espantosos que mencioné antes.

EL OCASO

Es muy probable que la redada policial que se hizo en España hace tres meses, muy mediática, muy malintencionada, en la que sacaron al chino jefe de los polígonos, al lado de las palabras mafia y corrupción y de una poderosa imagen: carritos de la compra llenos de billetes (la contundencia del icono llegó al público más popular; esto lo he oído yo en conversaciones de autobús: “me conformaba yo sólo con un paquetito de ese dinero que se llevan los chinos para fuera en los carros del supermercado”) puede que todo esto haya sido el punto de inflexión definitivo en la aceleración de la crisis de los bazares.

No creo que estos chinos puedan hacer otra cosa que comprar y vender. Por lo que tengo columbrado, la crisis de los restaurantes chinos empezó hace tiempo (en diez años, aunque supongo que alguien habrá entrado, no he visto a nadie en el restaurante chino de Béjar. Siempre que he pasado por ese, también grande, local cuando estaba abierta la puerta, mi curiosa mirada único que ha hallado son mesas y sillas vacías) No sé como acabarán los chinos, que pagan gruesos alquileres o son propietarios de enormes locales que compraron muy caros y tendrán que vender a precios actuales.

Es horrible, y me da pena de esta gente, que después de atesorar, hundiendo en muchos casos las economías locales y parte de la nacional, vayan a dejar abandonados miles de adornos, herramientas, ropas, juguetes inseguros, que nunca debieron ser producidos, transportados, almacenados.  Pobres chinos españoles: pedaleando más y más fuerte hacia el abismo. Las bicicletas no tienen marcha atrás.

lunes, 14 de enero de 2013

NOCHE DE REYES


Estas vacaciones he estado leyendo el prodigioso Diario de Ana Frank.

Sabiendo el final, (uno sabe que acaba muerta en un campo de concentración) con esta hermosa foto en la portada cada vez que enfrentaba su lectura, viendo la cantidad de sentimientos positivos, de ilusiones por estudiar, aprender, por leer (uno lee para el futuro, no creo que si yo supiera que me voy a morir en veintitrés meses perdiera mi tiempo en leer o estudiar) resulta una lectura emocionante y provechosa. Uno siente que está viendo su vida cotidiana, llena de pulsiones vitales, mientras acecha esa terrible e injusta muerte.

El libro está escrito con una eficacia sospechosa. Ana Frank tuvo que tener unos padres y unos maestros maravillosos para ser así a los trece años, así de sincera, así de constante, así de reflexiva. Es una lectura muy recomendable para toda persona de diez a cien años, salvo para los alemanes, que no podrán evitar un sentimiento de culpabilidad.

Es demasiado bonito para ser falso: es como los reyes magos; no quiero ser aguafiestas, pero un descreído como yo, duda. Voy a destripar un poco el libro: justo después de su primer intento homosexual en el que Ana propone tocarse los pechos a una amiga, (escena que no sería muy aceptable para los lectores de los años cuarenta, cincuenta sesenta, setenta... hoy ya sí) Ana nos gira hacia su primera atracción heterosexual y enamoramiento del único varón que tiene a mano. En ese momento de la lectura me pareció una compensación artificial, y me puse a pensar en que este libro tan recomendable fuera escrito en mucha más parte de la simple corrección y edición, por su descubridor, su padre. Un maravilloso libro que nos contara desde el punto de vista de su hija el encierro en aquella “casa de atrás” camuflada en una oficina donde se desarrolla todo, un laboratorio sociológico que el padre como tal vivió, por lo tanto pudo recrear metiéndose en la piel -más comercial- de su hermosa hija que se encuentra  en esa sensible encrucijada de temores, miedos y  esperanzas, que es la adolescencia.

Sería bonito que existiera el cielo, porque hay gente que se lo gana; pero yo con mi razón, no me lo creo. Lo mismo sucede con el diario de Ana Frank, tan bonito, tan recomendable, tan instructivo. Mi primer acercamiento a él fue hace treinta y tantos años, en las fichas de las clases de religión de cuando yo cursaba séptimo u octavo de EGB,  doce o trece años: como la supuesta autora.

Quiero que sea verdad, como desearía que lo fueran los reyes magos, como desearía el cielo para toda esa gente que lo merece, y que uno de los libros más leídos y más importantes del siglo XX no sea una falsificación, (porque no sería lo mismo leerlo sabiendo que no es una auténtica adolescente quien lo escribió, aunque lo viviera auténticamente, ya no sería lo mismo).

Los que me seguís ya recordaréis que también me saltó el chivato en la lectura de los recién descubiertos diarios de Alcalá Zamora. Soy, pues, un escéptico, un descreído, un desengañado, ¿será que me estoy haciendo viejo?

 

Aún no he terminado de leerme este hermoso libro y quisiera seguir disfrutándolo con la misma virginidad intelectual que tenía hasta que, en esa sucesión de pasajes me asaltó la duda. Así que me diré que no puedo pretender, en 2013, ser un original abogado del diablo. Esto que yo he pergeñado en mi mente, lo habrán pensado muchas personas en estos sesenta y tantos años, máxime teniendo en cuenta que no se conocen muchas adolescentes tan excepcionales como Ana Frank. Y habrá quien lo haya desmentido reafirmando su autenticidad. Supongo que existirán los manuscritos y estudios muy contrastados para desmentir todas las dudas de los muchos incrédulos que hayan abordado el diario, que debe estar custodiado en una fundación suiza que lleva todo lo relativo a esta obra tan ejemplar.

Recomiendo encarecidamente este libro, y no sé si debo publicar este artículo, porque podría destripar la ilusión lectora de algunos de vosotros. Perdonadme si lo he hecho.

 

jueves, 10 de enero de 2013

LA FORJA DE UN MELÓMANO (1)


La escasez siempre fue más fructífera que la abundancia. No sé si esta paradoja está patentada, si no fuera así quisiera proclamar mi paternidad sobre ella. Según la he escrito he pensado en la famosa crisis que nos ahoga y que muchos de ahora no sabrán vivir en la escasez, tan acostumbrados como estuvieron a la abundancia que, al contrario que la escasez, -abundo- hace aprender muy poco. Recuerdo el ejemplo que en mis lejanas clases de economía me pusieron sobre el valor de los cigarrillos-moneda en un campo alemán de prisioneros ingleses en la II Guerra Mundial. Toda la inmensa e ingeniosa historia, (préstamos, adulteraciones,  carestías y especulaciones cuando no llegaban los envíos de la Cruz Roja o había bombardeos en la vías de comunicación....,) que se elaboró con aquella escasez acabó cuando entraron los aliados y liberaron el campo trayendo cientos de cigarrillos. Recuerdo mi impresión de que el autor sentía melancolía de aquellas estrecheces que fueron tan importantes en esa época de su vida.

 

Pero yo quería hablar de las cintas baratas que amamantaron mi melomanía, aún antes de poseer una radio con frecuencia modulada que me permitiera escuchar Radio 2, la que hoy se llama Radio Clásica. Eso fue bastante tiempo atrás de que lograra tener un casete que grabara directamente de la radio. Después llegarían el casete de doble pletina, un Phillips,  para duplicar cintas, eso sería allá por el año 89, lo que ya culminaría en el año 92 con mi primer equipo de música: tocadiscos, doble pletina, radio y lector de cd. Fue la definitiva abundancia, aunque por el año 2001, ya me compré un ordenador con grabadora de cd.

Nunca me he bajado música de internet. No sé, no tengo, y no necesito (creo).

 

Vuelvo a mi incipiente melomanía con un casete Sanyo, negro y  monoaural. Yo quería escuchar música clásica y no estaban a mi alcance las cintas de Deustsche Gramophon con su sempiterno e infalible Herbert Von Karajan: costaban 695 pts. Me resignaba a ir al Rastro de los viernes en Ávila a comprar por 125, (no todas las semanas podía) una cinta que escuchaba y memorizaba los sábados por la mañana, que me quedaba en la cama. A mi hermano ni le gustaba ni le molestaba, pero me veía disfrutar y empezaba a llamarme “Beethoven”. Yo absorbía aquellas cintas, que aún se oyen bien, editadas en España bajo licencia Movieplay Everest y desconocía que aquella versión, que hoy he podido saber por internet que fue grabada veinte años antes, era del Londres prebeatelino en 1960.

Aunque lo gozaba mucho, algunas veces se me aparecía el fantasma  de que lo mío, lo barato, no podía ser lo mismo que la Filarmónica de Berlín y Karajan en el sello amarillo, que eran las versiones que ponían en el programa de onda media “Clásicos Populares”, las cintas y discos LP que se regalaba la gente, las que escuchaban los melómanos. Yo tenía que conformarme con Josef Kirps y The  London Sympony Orchestra. Recuerdo la festiva Séptima, el inmenso crescendo del tercer movimiento de la Quinta, y la monumental y orgánica Novena, con las que llenaba la habitación de gloria, hasta que venía mi madre para decirme que me iba a volver tarumba con ese musicón.


Yo odiaba, como la zorra a las uvas, la versión de Karajan; para mí  era como el Real Madrid, y sus defensores eran como la gente del Real Madrid. Existía la orquesta Filarmónica de Viena dirigida por Karl Böm que venía a ser algo como el Barcelona, no tan opresivo en su presencia, pero igual de caro. Más tarde, mucho más tarde, supe que había mucha gente significativa que, quizá por motivos edípicos o por hacerse los especiales, renegaban del monopolio Karajan y preferían otras versiones menos manidas. Un buen día sorprendí al, para mí, gurú de Radio Clásica, José Luis Pérez de Arteaga,  hablando muy bien de Josef Krips y de su “legendaria integral de las sinfonías del músico de Bonn” y esa tarde me sentí recompensado con retroactividad, mis disfrutes, hijos de la escasez, eran ciertos, muy reconocidos, no habían sido en vano, ningún despilfarro. Hace tiempo que no las escucho porque ya sólo tengo dos reproductores de casete operativos en casa, (por fatiga de los motores eléctricos de los demás) pero después de oír aquella crítica refrendé que siempre había tenido razón y ahora en estas minivacaciones de fin de año voy a disfrutarlas.

Verdaderamente eran valiosas, como el resto de mi vida pasada, aunque a veces parezca que necesite recordármelo en público.

 
(HE TRATADO DE SUBIR UNAS FOTOS DE LAS CINTAS QUE ESCUCHABA PERO EL PROGRAMA NO ME DEJA)