Cuando, en 2006, llegué al Barranco, en las oficinas del Juzgado de Paz y Registro Civil de Mombeltrán, descansaban apilados en arqueadas estanterías como doscientos cincuenta kilos de carpetas y hatijos de papel de índole varia y precario estado de conservación. Contenían diversos documentos: recibos de agua, actas de las elecciones a las cortes orgánicas y cientos de oficios acusando la recepción de otros muchos papeles y expedientes; y muchas carpetillas de actos de conciliación de conflictivos linderos -hoy abandonados a las zarzas-, todo fermentado con polvos y humedades. Por su inoperancia práctica, una compañera me convenció de que lo trasladáramos a una dependencia aledaña para perderlos de vista y, sobre todo, de olfato, pues expelían un agobiante olor a asma.
Quiso la suerte que en este aleatorio traslado una carpeta azul de dos gruesos cartones atados con unas cintas, quedara coronando un montón de cartapacios que habíamos apilado encima de una silla.
Meses adelante, ya en 2007, el papelillo que figuraba escrito a máquina en el frontal de aquella carpeta azul excitó mi curiosidad, pues rezaba:
DOCUMENTACION DE LA JUNTA LOCAL DE LIBERTAD VIGILADA.
Nada más desatar las cintas de la carpeta saltó a mis ojos un cuadro de extensión superior al doble folio con información sobre un censo de liberados en el que se consignaban, además de sus penas y las últimas prisiones donde estuvieron encarcelados, la conceptuación política de los sujetos: comunistas, socialistas o republicanos. Seguramente fue realizado por una comisión y está fechado 27 de noviembre de 1943.
Este histórico documento, que se reproducirá y se comentará más adelante, fue la chispa detonante de la inquietud que ha originado este libro.
Con anterioridad a este hallazgo ya había buscado y encontrado rastros de La Guerra en los tomos del Libro de Defunciones del Registro Civil indudablemente atribuibles al conflicto, pues las causas que se consignaron en el apartado correspondiente eran los sucesos revolucionarios, choque con tropas nacionales, heridas de arma de fuego o heridas de guerra. Eran bastantes: a finales de 1936, se registraban unos veinte, pero por entonces, no fue un acicate suficiente para ponerme a esta tarea. Pero me llamó la atención que en esta aparecida carpeta, unas personas del bando vencedor del pueblo de Mombeltrán se permitían atribuir a otras una concreta ideología de izquierdas. Además, pude ver que ejercían mucho poder sobre las vidas de sus paisanos a través de los informes que emitían. Imaginé esas reuniones, -conozco por el ejercicio de mi profesión, que es de mucho escuchar, la idiosincrasia de los habitantes de este Valle- en las que seguramente se cotilleaba sobre el pasado de las familias afectadas y se pronosticaba sobre su futuro. También me figuraba lo que podían llegar a hacer los humildes para influir en los que ahora eran tan poderosos y lo que podían dejarse querer éstos para acceder a emitir un informe favorable. Los azares habían colocado en mis manos la documentación para elaborar un opúsculo imaginativo y, siguiendo su designio, me arranqué hacia los antecedentes.
Sin el rigor científico que podrían darme unos estudios históricos que no tengo, me puse a copiar y glosar los muertos que había en el Libro de Defunciones, con la exquisita premisa de no ser tendencioso. Tenía ocasión de mostrar una imparcialidad intachable, consignando el aproximado empate a refriegas que existe en el Tomo 19 de Defunciones de Mombeltrán. Primero transcribí los diez muertos en el paraje de Viña Esquinada; todos arrancados del vecino pueblo de Cuevas del Valle por los rojos. No era poco dejar constancia de la edad, profesión y huérfanos que dejaban los asesinados, pero yo podía conseguir más, pues tengo una buena relación con Domingo Fernández, el Juez de Paz de Cuevas del Valle. Es un tipo tan simpático como tranquilo, además de experto y cabal en el arte de conciliar a las personas. Él podría glosarme las circunstancias personales de aquellas muertes, y de los detalles que hubieran corrido por el pueblo sobre el “modus operandi” del piquete de matarifes. Le llamé por teléfono y quedé para pedirle un favor y dejarle unos papeles.
Tengo en la cabeza el impacto; fue a la puerta de su casa donde había quedado con él; le llevaba dos folios que tenía escritos, para que me hiciera unos apuntes complementarios o para charlar más adelante sobre ello. Mi idea es que estas muertes fueran de relleno, pues mi objetivo era explayarme glosando la represión ordenancista, institucionalizada en informes y controles que siguieron practicándose hasta el último papel que yo tenía, del año 64, justo el de mi nacimiento (más azares me elegían).
Entonces, cambió el rictus simpático del Juez de Paz, me contó que aquí, -en Las Cuevas- no sólo hubo 10 muertos; la revancha fue terrible: Los del otro bando barrieron a matarrasa: mataron a cuarenta y dos, también a mujeres, muchas palizas, hasta hubo violaciones, incautaron tierras... Y lo que me dejó en evidencia: a su propio padre le acribillaron en el campo, como a varios más, en la Cruz del Cerro, aunque la familia se atrevió a ir por él para enterrarle en el cementerio. Me ruboricé. Setenta y un años después de esa tragedia, yo, un turista intrépido, me presentaba a abrir una herida siempre reciente en el alma de un hijo que llevará toda la vida preguntándose por qué le quitaron a su padre, y por qué no tuvo una niñez y el resto de la vida normal, por qué aquel paraje aún sangra en la imaginación de cómo le matarían. Quizá por tener ideas de izquierdas, o quizá sólo porque alguien, por cualquier detalle ajeno a la política, le incluyó en una lista de izquierdistas que se hacían para que los vencedores castigaran y aterrorizaran.
La historia de la guerra civil no se puede sobrevolar. Es necesario meterse en el fango y salpicar a gente que aún tiene sufrimientos. Tampoco se puede contar incompleta. Menos todavía de un pueblo tan pequeño como Cuevas, donde esos cuarenta y dos, más diez cincuenta y dos asesinados, sin contar los muertos en combate, saqueados, multados, exiliados... dejaron demasiadas heridas. Pero yo ya estaba involucrado ante aquella víctima en el rescate del pasado. Y ya no podía permitirme la injusticia de dejar desamparada ninguna tragedia. Todos los muertos fueron injusticiados, da igual la cuneta en la que se vieran desangrándose; fue el mismo horror. Quizá los asesinados esperaron ansiosos el tiro de gracia, un par de bayonetazos, o que los aplastaran de una vez con un pedrusco de alguna pared vecina.
También me di cuenta de que tenía la tarea de considerar al Barranco de las Cinco Villas donde trabajo como una unidad. Así que ya no podía conformarme con componer un opúsculo imaginativo en dos meses. Tenía que emprender una obra de la que no cabía esperar un final pronto ni fácil.
SOBRE LA MEMORIA HISTÓRICA DE LA GUERRA CIVIL.
La cultura de derechas con la que alimentaron a la generación de mis padres, señalaba que muchas cosas se arreglaban con una guerra.
La bondad de la guerra civil se justificaba por la salvación de la propiedad privada, la religión y del patrimonio artístico de la iglesia católica y por la evitación del atraso económico que hubiera sido haber caído en el ineficiente bloque comunista. Pero mucha gente tenemos la impresión de que la república, por sí sola, no habría llegado a la dictadura del proletariado. Lo mismo que a los falangistas, organizados como paramilitares, la guerra hipertrofió a los comunistas, que en 1936 eran muy poca cosa. Sólo el desarrollo de la contienda impuso al aparato del partido comunista, porque era el instrumento más efectivo de organización. Tampoco podemos negar la influencia soviética a través de los suministros y asesores que proporcionó –cobrando por ello- Stalin; lo mismo los entusiastas brigadistas internacionales, que dieron tantísima moral en la primera resistencia de Madrid allá por noviembre del 36, que eran canalizados a través del partido comunista. La gente republicana que quería resistir, lógicamente prefirió el comunismo frente a la anarquía. Sin embargo, creo que el anarquismo, o los que se decían anarquistas, fueron la fuerza dominante en el desastroso “agosto rojo” de este valle.
Aunque al final, el poder nacional señaló un enemigo principal: el comunismo, que además fueron los últimos que preconizaron la resistencia a ultranza frente a la sublevación de lo Coronel Casado en 1939. La palabra “comunista” tenía que irse recargando de connotaciones negativas para, poco después, justificar el envío de la División Azul en apoyo de Hitler y un poquito mas tarde, por el feroz anticomunismo agradecido a la ayuda americana a cambio de la instalación de bases militares.
A nadie puede caber duda de que en la zona nacional se preservaron la cultura y patrimonio religiosos y que en la zona republicana hubo muchos destrozos y asesinatos de miembros del clero, pero tenemos que tomar en cuenta que casi la totalidad de esos destrozos y asesinatos se produjeron porque existía el vacío de poder que generó el golpe nacional. Suprimido el pretexto de la reacción iconoclasta, (la sublevación militar y paramilitar) seguro que conservaríamos el patrimonio y las vidas de los religiosos y laicos asesinados por esa reacción de los extremistas armados.
Tengo que decir que he aprendido mucho componiendo este libro. Por supuesto, yo tenía ideas previas sobre la guerra civil, que se han ido llenando de matices a medida que reunía datos. Sobre todo para mí se ha humanizado viéndola a través de las víctimas o de sus hijos o dibujando los personajes que se me han ido describiendo de modo oral o documental. Me he acercado con una grabadora a grupos de viejos sentados al sol a que me contaran su guerra, muchas veces no sabía ni cual era el tamaño, ni de qué color había sido su sufrimiento; mi único interés es que me contaran la guerra que guardaban en su memoria, y cuanto más a gusto se sintieran más me contarían; de este modo, cuando me daba cuenta de que eran del bando nacional procuraba preguntarles preferentemente por las fechorías causadas por los republicanos, cuando eran del bando republicano, a la inversa; si tenían a bien contarme lo de los dos bandos, mejor que mejor. Con los documentos ha sido lo mismo: he removido leído y copiado todo lo que me han dejado encontrar en los ayuntamientos y he solicitado y rellenando todas las fichas necesarias para acceder a todo lo que he sabido hallar en los archivos. Quiero creer que he sido honrado en la búsqueda de la verdad, procurando reconstruir la historia sin dejarme llevar por maniqueísmos, como hace tanta gente eligiendo encontrar sólo lo que apuntala su ideología previa e inamovible.
Me siento orgulloso y enriquecido de haber hecho amistad con víctimas de un lado y de otro. Les tengo el mismo respeto y he tratado de comprender lo que les tocó. Muchos han llorado al revivirlo ante mí; ¡como para no tomarlo en serio! ¿con los sufrimientos que ha hecho aflorar mi pretensión de hacer este libro!. Para mí lo peor de la guerra han sido las secuelas humanas: no solo los que murieron de ambos bandos, los que sufrieron mutilaciones, hambre, expolios, discriminaciones, vejaciones, exilios, miedos... Todas las víctimas sólo tenían una vida. Una vida lastrada para siempre, aún hoy, en este hermoso valle, señoras de ochenta años miran alrededor, temerosas, cuando hablan de La Guerra. Las vidas perdidas, las felicidades nunca plenamente conseguidas, fueron sacrificadas por aquellos golpistas guerreros que decidieron que el rumbo de la república tenía que ser corregido por la fuerza de las armas.
La cuestión de alumbrar el sufrimiento de las víctimas mina la ideología bélica; si afloran estos “costes” aquella supuesta rentabilidad de la guerra desaparece. Y es que hay gente que cree que ganó la guerra y la da por buena porque la perdieron sus rivales políticos; y otros, que la perdieron, lamentan más el haberla perdido, que la guerra en sí misma. Por eso, frente a la tierra quieta, a quienes queremos reenfocar esas miserias, he encontrado, y hay por ahí mucha gente que quiere imponernos el olvido histórico. También existe quien me reprocha que vuelva a recordar a las víctimas del terror rojo, tan reivindicadas en su día por el bando de los vencedores. Ante esto tengo que manifestar que todas las víctimas directas que yo he conocido sienten compasión unas de otras, y lo que no se cansan de repetir es “que no vuelva a pasar aquello”.
Las víctimas: también los curas, labradores, secretarios, panaderos, o militares inválidos asesinados por defensores revolucionarios de la república, -ya lo he expresado- lo fueron de una guerra empezada por un grupo de generales y civiles que conspiraron y ejecutaron un golpe de estado y una contrarrevolución preventiva. Todos los muertos son víctimas de una manera de entender la vida que es la destrucción del adversario político, que se hizo en un bando de modo más improvisado, salvaje, desesperado y rabioso. Por el otro, de un modo más planificado, continuado y profesional, pero sin dejar de ser rabioso y arbitrario. Este libro quiere enseñar a los incrédulos y a los cómodos las vidas que La Guerra arruinó en el Barranco de las Cinco Villas de Ávila; y está escrito sólo contra los que aún piensen que las guerras “arreglan” las cosas.