La siguiente semana, reanudó la
exposición Aniceto Torrent, porque a él le correspondían los lunes. Y así
transcurrió la semana hacia el jueves en el que debería producirse el debut de
Juan Chamorro. Pero otra vez logró paralizar de terror a sus compañeros con un
hecho truculento, esta vez sucedido en la Tierra de Pinares soriana.
Se
casaba el menor de tres hermanos leñadores y, como gracia peculiar, los dos
mayores llevaron la motosierra y un madero al convite; la idea era cumplir la
tradición de cortar la corbata del novio con su instrumento de trabajo,
poniendo así un poco de emoción adicional al convite. A pesar de las
advertencias de los prudentes, el hermano mayor se puso a ejecutar el simpático
alarde virtuosístico, acompañado del redoble
de tambor emocionado de algunas
mujeres que gritaban y se tapaban los ojos.
-¡Tranquilas!, que nosotros trabajamos con esto todos los días –balbució
el hermano mayor por el puro que tenía
entre los labios-.
Pero
los chillidos clamando contra la temeridad, aumentaron hasta un volumen
insoportable después de apagarse el motor de la motosierra.
Fue horrible.
Nada apagó esos gritos en la cabeza
del ejecutor, que seis horas después de declarar ante la guardia civil y quedar
en libertad por homicidio imprudente, fue hallado de puntillas sujetando del cuello su culpa con una soga. No apareció
a su lado, porque no era necesaria, la clásica
nota explicatoria.
De nuevo Juan Chamorro había sembrado la consternación en el grupo. Y de
esta manera volvió a pasar su turno. Pero la semana siguiente el ambiente
estaba enrarecido. Los tres del núcleo inicial conspiraban para evitar el
próximo regate dramático del representante de charcutería:
-Este tío egoísta nos está chupando la sangre,
se está quedando gratis con nuestras técnicas.
-Vergüenza no puede ser,
ni nervios. Esto es el morro de Chamorro; si tenía que tener relación con los
cerdos..., el mamón este.
Ya lo esperaban para el siguiente
jueves. Aquel día el grupo se encontraba en una pensión de Tordesillas. No le consentirían que los embaucara de
nuevo. Él no ignoraba los recelos: sentía la tensión del grupo, y también la
suya propia, pero no se abstuvo de intentarlo:
-He
visto en el telediario unas imágenes horribles. Un baloncestista yugoslavo
llamado Janko Jankovich....
-¡Párate ahí!. Esta vez no te lo vamos a
consentir.
-
Juan, no puedes seguir aprovechándote de nosotros, tienes que compartir tus
técnicas. Si no, quedarás expulsado del grupo. Incluso, aunque perdamos dinero,
por tu mala fe, te expulsaremos de las negociaciones hosteleras.
Juan Chamorro tomó la palabra para decir que él no podía hacer una
exhibición aquí en la habitación con el muestrario delante, porque si comenzaba
a hablar, al final terminaría devorándoselo todo. “Incluso vosotros, tengo que
decíroslo, aunque sois magníficos profesionales, no creo que resistáis la
explicación conteniendo el hambre que os
provocaré”.
-
Por favor, Chamorro, no trates de
embaucarnos de nuevo. Para empezar, hemos cenado, no estamos hambrientos, y tú
lo has dicho: somos profesionales. Esto es mercancía. Y tú sabes perfectamente, porque eres comerciante como nosotros, que en
el momento en el que te relacionas directamente con la mercancía estás acabado.
Es una gran ofensa; una cosa es que seas un aprovechado y otra muy diferente
que también te atrevas a poner en duda nuestra profesionalidad.
-Está
bien, -dijo el representante de charcutería- confiaré; pero tengo que
advertiros que últimamente gracias al refinamiento de las técnicas de venta que
he conseguido en este club, la gente compra mi mercancía con una compulsión
casi violenta. Por eso, antes de que comience, me vais a jurar solemnemente por
vuestro honor de comerciantes: primero, que me ayudaréis a contenerme, pero
también a sujetar a quien se desmande, si alguno se desmandare; y que después
os llevaréis de mi habitación la mercancía, porque yo me conozco, y no respondo
de mí mismo.
Todos juraron, mirándose de reojo,
censurando la exagerada exigencia.
Entonces Juan Chamorro comenzó a hablar de los
buqués y de las tersuras del jamón serrano, y de las vetas de fino tocino que
eran su custodia; encumbró el sabor de los lomos sazonados en barril, de la
consistencia de sus fibras apretadas; describió el roce de los minúsculos
saquitos de grasa del salchichón cular, de la suavidad del pimentón traído de
los mejores secaderos de la Vera,
cómo ornaba el paladar, de los oréganos agrestes, de los vinos de Cariñena que
sazonaban el adobo de las longanizas, del fuerte regusto a sal gorda de la paleta secada al frío cortante de la
sierra.
Todas estas alabanzas las brindaba Juan Chamorro sujetando cada pieza de
chacinería o embutido y apoyándola en la tabla, simulando que partía una raja y
ofrecía al comprador, igual que hacía en su trabajo con los minoristas:
-
Pero pruebe, pruebe usted, no se contenga.
Y
no se contuvieron: los tres se lanzaron como si fueran un solo hombre
asilvestrado, a arrebatarle los embutidos. Como fieras hambrientas, olvidaron
quitarle el cuchillo y devoraron con uñas y dientes las viandas con tal avidez
imperativa, que no es posible que llegaran a degustar la pureza de los buqués,
ni la suavidad de los pimentones, ni el
monte de los oréganos, ni la frescura de la carnes santificadas por el
frío natural, ni el saber hacer, ni el
tiempo justo de curación...
Entonces Juan Chamorro, despojado, arrinconado y con sus caninos
igualmente estimulados por la narración que acababa de hacer, intentó penetrar
en aquella jauría carnívora a disputar las cecinas, sin apercibirse de que aún
portaba el cuchillo. En su pelea desencajada por los despojos de un chorizo
cular que mordisqueaba mi tío Inocencio, lo rozó con el cuchillo. Aunque nadie
se dio cuenta en caliente, sumergidos como estaban en aquel furor carnívoro, de
que mi tío comenzaba a desangrarse.
Todos siguieron comiendo y
peleando en una bacanal de sangre fresca y curada; pero no se
detuvieron hasta que húbose terminado la
última piel del último embutido.
Tendidos,
ensangrentados, engrasados, rebozados en el fragor de sus propios restos
confundidos entre los huesos y pellejos de aquellos manjares chacineros, se
quedaron dormidos los cuatro, como chapoteando en un éxtasis de colesterol. Fue
Mauricio Bachiller el que llegó a escuchar, en un breve paréntesis de su
delirio porcino, las últimas palabras de colmado placer agónico que exclamaba
mi tío dirigiéndose a Juan Chamorro:
-¡Maño!,
sólo nos ha faltado el pan.