miércoles, 24 de julio de 2024

Contradicciones vitales.

 De niños queremos ser mayores y, además, nos animan a que consigamos la madurez cuanto antes. Durante la adolescencia aborrecemos la niñez sin que nos animen; además no escuchamos a nadie, porque lo sabemos "todo". Aborrecemos también a nuestros padres, principales testigos de nuestra niñez. 

Cuando por fin maduramos es con un retrovisor hacia lo perdido, entonces jugamos a viajar, a reencontrarnos, a buscar por el mundo paisajes o localidades donde quedara la pureza o unas imágenes sobre las que fantasear ser otra vez joven o niño.

Abrir los ojos a los viajes para descubrir, para empequeñecernos, para columpiarnos en la incertidumbre sobre qué aparecerá a la vuelta de la esquina, no es algo práctico sino un juego bien infantil, que, además, nos empeñamos en contar como niños. (Aquí en este blog tenéis la prueba).



Me encantan las fotos viejas, las modas antiguas, los coches, las calles de antes. Tengo una colección de postales que tienen décadas, y que ya no reflejan la realidad porque salen modelos como el Seat 124, o el Renault 6, aquellos peinados, esas faldas y pantalones sobre calles céntricas todavía no peatonalizadas. Las fotos viejas de los pueblos y ciudades; también suelo encontrar y comprar baratas guías turísticas antiguas, que ofrecen mucho de eso.

Mi madurez, en altísimo porcentaje, es melancolía. La siento aguda al mirar las pocas fotos de mi niñez, y las muchas de la niñez de mi hija, que ya se perdió,


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