El padre de Luis Landero murió el mes que yo nací. Acabo de leerlo en el libro El balcón en invierno.
Por fin un deliberado libro de memorias, delicioso, digno de él, con su voz que lee desde mis adentros o sus afueras: repasos para mí de algunas anécdotas conocidas después de haberle escuchado tantas entrevistas: es el mejor escritor, cada vez que le leo me doy cuenta de que lo sé ya desde hace treinta años, cuando leí Los juegos de la edad tardía. ¡Cómo pasa el tiempo!, treinta años y he procurado aprehender toda su obra en lomo, y también recuerdo haber fotocopiado artículos suyos en El País, aparte de entrevistas televisivas o radiofónicas. Esta última landeriana ha sido en menos de un día, saboreándola con envidia porque cuenta mi vida o una muy parecida: los dos somos de pueblo -porque somos de pueblo- y fuimos a vivir a una ciudad en la adolescencia y me frustra un poco que yo no la puedo narrar igual porque se me ha adelantado el maestro magistralmente. En 2014, cuando escribe estas historias, Landero aún tenía madre que se allegaba a la centenariedad; mi madre hoy se acerca a los 84 y me da tan pocas explicaciones como la suya, pero creo que la quiero igual y siento su viudez y mi orfandad como un tiempo irrecuperable, como le pasa a él.
El libro es pesimista en cuanto a lo que vaya a quedar de la variada y completa cultura de los pueblos que nos criaron, y también de lo que vaya a quedar de toda la escritura. Lo que dice es más cierto hoy en el 24, y él no debería llorar tanto porque he mirado en la ficha las fechas en las que mucha gente devoró este libro cuando lo trajeron a la biblioteca de Béjar recién comprado. No lo dejaban parar, tiene que haber por todas partes muchos lógicos devotos de su escritura. En el año 2017 dejaron de apuntarse a bolígrafo en esa ficha que se quedó pegada en la contraportada. ¡Cuánto ha acabado de existir en estos años! Ahora estas cosas de los préstamos y las devoluciones se registran "a ordenador". Alguien sabrá, incluso la sociedad de autores que cobre y que le pague a él un tanto por cada préstamo bibliotecario de su obra; eso que todavía se puede ver en la ficha arqueológica. Si yo fuera Luis Landero y tuviera esa posibilidad, probablemente me entretendría todos los días mirando cuánta gente se ha llevado hoy cada uno de sus libros en todas las bibliotecas españolas.
La novela acaba con la frase un grano de alegría, un mar de olvido.
Es injusto, pero la vida es así, aún el mejor de los escritores en nuestra lengua, y yo mismo, que solo tengo este blog con poquitos fieles y esporádicos infieles que no expanden su gusto. Lo bueno de la vida es vivirla, ese grano de alegría que supone escribir algo que alguien va a leer, aunque fuera yo mismo leyéndome dentro del cerebro, sintiendo la satisfacción que germinan las ideas en palabras, uno cree que crea, y esa es alegría suficiente; que quedar van a quedar poco unos pocos. Sería una lástima que tampocoo lo hiciera Luis Landero es de los que más lo merecen.
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