Creo que solo estoy plenamente vivo mientras viajo y descubro. Soy un goloso de las sensaciones viajeras: desenvolver horizontes agarrado al volante y pisando el acelerador y, después de aparcar, -que cada día es más complicado y caro- tomar la ciudad, el pueblo o el paisaje, callejearlos, entrar en sus templos, absorberlo todo con mis ojos o con mi olfato, comer donde se pueda y seguir a conquistar nuevas sensaciones. No sé si esta es la correcta interpretación del pensamiento socrático de "solo sé que no sé nada", y es que cuanto más veo comprendo que más me queda aún por ver. Y tampoco me explico cómo no lo había visto nunca antes. En la carretera pasan paisajes, caminos por hollar, pueblos, iglesias, conjuntos, de cuya invitación sensorial hay que prescindir. Acabo de volver fundamentalmente del Perigord, la Dordoña y el río Lot; provincias o comarcas francesas repletas de paisaje y monumentos que se quedaron medioabiertos. He dormido en sitios (todos hermosos y paseables por la noche) cuyo nombre no conocía un par de horas antes, porque esta vez en Francia no había un objetivo, tan solo era volver y pedirle al país ¡Sorpréndeme otra vez!
El viaje a mis sesenta años es la principal forma de sorpresa gustosa. La literatura o el cine, no digamos la política, hace tiempo que me aparecen decepcionantes, fallan; no suelen conseguir que yo me zambulla y disfrute como sí sucede viajando. Viajar es caro y arriesgado, por eso mi alma está tensa y se compromete a ser insaciable, a buscar otra vista más. La generosa humanidad construyó para nosotros belleza en piedras que colocaron ahí muy bien para gustar, para enviar mensajes religiosos, o de poder, los castillos, escudos, fortalezas. Hoy nuestros contemporáneos los despejan y asean para seducir al turista, y también al vecino. Los comerciantes también inventan trucos estéticos, el pueblo llano cuida sus tiestos y sus setos, pone puertas o ventanas hermosas, encala: muestra su amor por obsequiar positivamente a los que miramos. Y los viajeros lo disfrutamos.
Ayer mi mujer y yo comenzamos el visionado solemne de las fotos que ya están volcadas en el ordenador. Lo hacemos en la pantalla de televisión, y recordamos, y echamos de menos fotos que solo hicimos con nuestros ojos, porque no se podía parar, o porque yo había agotado la batería o la tarjeta de memoria, (que también sucedió en el pasado viaje)
Ahora estoy sentado en mi sofá mirando mi huerto al que aún no he podido volver porque ayer y anteayer llovió mucho. Es una imagen estática que conozco de dieciocho años todos los días, el paisaje es hermoso pero no se mueve, ni promete sorpresas grandes como cuando ando metido en la vorágine viajera. Ahora mismo soy un viejo, un torpe y lento ser que se toma las cosas con calma y sin ilusión, mis ojos no están tan abiertos a la maravilla como cuando trajinamos para el alma.
He vuelto. He triunfado a las adversidades, no he oído los cantos de sirena del sueño cuando conducía. Hemos tenido que dormir varias siestas en el coche ¡También me gusta! es como reponerse naturalmente, una auténtica curación, el coche se ha vuelto a portar con la nobleza que acostumbra, tuvimos una sola discusión, seguimos siendo un buen equipo.
De momento estoy ahíto, atalantado, tengo que acabaros mi viaje a Huelva, pero pronto empezaré a poner las fotos de Francia por aquí.
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