Teniendo esa premisa, siempre me he sentido competidor de todos los de mi edad y, por supuesto, de los de menos años. Bueno, ya no, es una estupidez, pero se queda dentro, como otros atavismos irracionales.
Cuando empezaba a publicar gente de mi edad en los 80 o en los 90, yo trataba de ningunearlos, porque sí me sentía evidentemente inferior a Cela, a Vargas Llosa, a Galdós, a Larra... pero no a los de mi edad, esos no podían superarme: eran inventos, niños mimados...
Esa ofuscación por no dejarme vencer por iguales o inferiores en edad a mí, lastraba mi apreciación. A mi hija le pasaba cuando salían niños de su edad o más pequeños haciendo cosas por la televisión: me obligaba a cambiar de canal. Y yo entendía su enfurecimiento.
Yo no he mirado bien a Ray Loriga. Desde que comenzó a despuntar, un jovencito rico y pijo, hijo de padre artistas y cultos, de Madrid, con un nombre pretendidamente norteamericano, con moto de gran cilindrada, novio de una cantante de rock llamada Cristina Rostenvitge..., le repateaba a un paleto de Cardeñosa como yo.
Y así lo he visto durante todos estos años en los que medio le he leído alguna cosa corta, le he mediovisto alguna película, pero solo con la predeterminada idea de confirmar que era un niñato subvencionado y que no tenía verdadera calidad.
Pero el sábado me compré este libro por un euro y me gustó, además mucho. No es que sea alguien tan extraordinario como Luis Landero, pero es muy bueno, (mejor que yo) y lo reconozco: me ha podido, constato con alegría que, no siendo invencible, ya no me da rabia,
Como se dice ahora:
he crecido.
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