lunes, 23 de marzo de 2020

Lunes de coronavirus

Cuando paso por el pasillo de mi casa miro de reojo una moneda de veinte céntimos que dejé reposando en una estantería.
Como os dije el pasado viernes salí a comprar y no había dicho que pagué en el supermercado con tarjeta para que no me devolvieran monedas "contaminadas". (Leí hace poco que el virus puede resistir cinco horas en una moneda de cobre).

La siguiente compra era en otra tienda de productos agrícolas donde adquirí dos kilos de patatas de siembra. Tenía en el bolsillo dos monedas de euro y una de cincuenta céntimos por si me costaban esa cantidad. Pero no, el comerciante me sorprendió: "uno ochenta" y le di las dos monedas de euro. Soy un maldito tacaño, le podría haber dicho "quédese con la vuelta". Para más abundancia hace dos años, que fue la última vez que las compré, me salieron a euro por kilo.
Pero esperé y me dio la vuelta. Me guardé los veinte céntimos en un bolsillo.
Cuando llegué a casa solté toda la compra, me lavé las manos con los guantes puestos, y luego otra vez con los guantes quitados, pero entonces me di cuenta de que llevaba aún los veinte céntimos en el pantalón, los saqué y los deposité donde ahora están. Después me volví a lavar las manos.

Los veinte céntimos me siguen gritando, ¿pero qué tonto eres? podrías haberte ahorrado el miedo y además compensado al tendero por el esfuerzo de abrir.
De todos modos, si los virus no me abordaron ya habrán muerto de inanición. No debo pensar más en ello.

Pero no dejo de pensar en todo lo que va a cambiar todo cuando esto termine. Pienso en cuánta ropa se va a dejar de vender, porque mucha gente ha descubierto en los armarios que tiene prendas hasta el año dos mil cuarenta. ¿Cuántos en este tiempo habrán conseguido reparar o adaptar cosas que tenemos dentro de casa? Se van a vender muchas menos cosas, porque también se estarán hallando miles de cosas estúpidas que nunca debimos comprar.¿Cuántos se darán cuenta, ahora que no bajamos tanto a la calle, la barbaridad de plástico que acompaña a nuestras vidas superfluamente y cómo se llena de rápido el depósito reservado a ese elemento?

Todavía estamos en marzo. El día cuatro de este mes murió mi suegra y estuve en un velatorio donde hubo mucho tráfico de besos, abrazos y apretones de manos. Muchas conversaciones a treinta centímetros con gente que no volveré a ver porque eran primos de la difunta. Nunca volverá a suceder un velatorio parecido. (Ahora están prohibidos).

El viernes encontré en el supermercado a mi compañero de oficina  con quien comparto desde hace seis años y nueve meses oficina, pomos, teclado y ratón de ordenador, fotocopiadora, bolígrafos, y mantuvimos la distancia como apestados, aunque la gente nos miraba de reojo malencaradamente por habernos detenido a hablar unos segundos apresurados.

Creo que me gustaría leer como recuperaron la normalidad en Londres tras la segunda guerra mundial, pero mejor en Madrid tras la guerra civil o, mejor todavía, en Berlín donde perdieron más la guerra.

Porque esta guerra cuando se acabe, se acabará y será un gozo recobrar la paz de la libertad, pero la habremos perdido. No me cabe ninguna duda.

Un ejemplo: Una performance: Que mi mujer y yo, que dormimos juntos saliéramos a la calle y nos encontráramos y nos diéramos un beso, como los que podemos darnos en casa (y eso que inconscientemente hemos restringido estas señas de cariño durante la vigencia de el bicho)
nos multarían y nos detendrían por provocación.

¿Será alguien capaz de ver ahora la foto de el beso de Doisenau? ¿Qué será del orgullo gay?



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