REMONTANDO.
Luz al fondo.
La
mañana siguiente ya no llovía y los 70 km. del viaje fue menos penosos. Llegué
al aparcamiento y vi el jersey returtuñado y chorreando todavía agua de ayer,
lo recogí, lo estrujé y lo eché al maletero del coche.
Decidí
que a partir del próximo lunes iba a ir autobús, por ecología, por evitar
riesgos a mi coche, por descansar, -quizás dormir- en sus asientos, aunque
había que madrugar: salía a las seis y cuarto.
Prácticamente
nunca, nada, conseguí dormir en el transporte público, pero iba relajado, con
los ojos cerrados, con el gorro de lana estirado sobre el rostro, pensando en
literatura o en entradas de blog o, simplemente, fantaseando. Vi que la gente
pagaba con una tarjeta de abono, pero yo no podía conseguirla sino en horas
matinales de oficina o quedándome por la tarde a la hora vespertina de oficina.
Estos conocimientos también tienen ensayo y error, también descubrí que debía
bajarme en una parada urbana que hace antes de llegar a la estación. Una mañana
llovía “a gritos” -como escribió Cortázar- el agua rebotaba en los adoquines y
discurría por arroyuelos en las calles de Salamanca. Mi paraguas sólo conseguía
salvarme la cabeza y los hombros, los codos los gemelos del pantalón estaban
calándose y entonces descubrí, y se apoderó de mí, una pequeña raja en mi
zapato derecho que al pisar absorbía como una ventosa el agua del adoquinado,
me entraba frío y agua, el calcetín por la capilaridad ya estaba calado hasta
por arriba. Al entrar a la oficina a la que llegaba, por ese horario
autobusero, siempre el primero, me quité el zapato y el calcetín derecho,
chorreante y teñido con el descoloramiento de la plantilla del zapato. Tenía el
pie húmedo y empapado, fui al servicio y con papel higiénico me lo sequé,
también sequé el interior del zapato, y después metí papel higiénico seco.
Toda la
mañana estuve sin calcetín, vencida ya la humedad, pero notando el frío de la
ausencia. Creo que no tuve broncas que me distrajeran de esa sensación.
Por fin
me dieron la tarjeta pagué 6 euros de depósito y una recarga de 100, por la que
me anotaban 117 euros, cada viaje, cuyo precio sin tarjeta era de 5,80 me salía a 5 euros. Empezaba a acoplarme
a mi situación de viajante permanente, con un ahorro de 1,60 diario.
No fue
todo lo bueno de esa semana; el viernes por la mañana llovía y, mojado, vi al
borde de la acera un papel rojo con el tamaño de un billete de 10€. Me agaché a
recogerlo, efectivamente era un auténtico billete de 10 mojado. Me lo metí en
el bolsillo, a 20 metros venía empujando su carrito un barrendero, si hubiera
tardado dos minutos más lo habría recogido él.
Lo
siento por el barrendero que habría pasado toda la jornada lloviéndole, podría
haberla rematado con una propina de 10 euros, pero para mí era una señal
necesaria. Un espaldarazo, sin haber cobrado mi primer sueldo, Salamanca
empezaba a pagarme.
Además fue la cantidad que me costó el arreglo del
ordenador.
Estaba reconstruyéndome física y moralmente, los fines de
semana salía a correr, en el trabajo cada vez acertaba más, repartía entre mis
seis compañeros una pregunta diaria sobre mis dudas, a veces ni siquiera me
salían seis, empezaba a rodar, a coger ritmo, a hacer casi todo mi trabajo. La
inspección del Consejo General del Poder Judicial salió bien y el juez y
la secretaria estuvieron contentos.
Todos muy arreglados ese día, yo llevé el pantalón negro que me había comprado
para la Coral de Béjar.
Todavía quedaban broncas, fallos, inquietudes, insomnios, pero pronto empecé a disfrutar de
conversaciones en los autobuses, incluso una tarde logré dormir diez minutos,
me desperté en Guijuelo con el extraño sabor de boca de la siesta. Una gran
alegría, empezaba a recuperar tiempo.
En cuanto a mi regularidad intestinal con mis trabajos y
muchos empeños fallidos, había conseguido trasladarla, aún sin espontaneidad,
hacia las once diez de la noche.
Pero un día, sobre las cuatro de la tarde, estando solo en
la oficina, sentí la llamada. Me iba a atrever. No había nadie, acabé un
expediente y me dirigí al servicio, me bajé el pantalón, sin sentarme en la
taza, con la mano derecha apoyada en la pared, flexioné mis piernas, simultáneamente, como un acordeón, lo hicieron los músculos
internos: entonces sentí aquel crujido liberador, apreté a fondo, mis
abdominales sacudían alegremente, el colon aplaudía. Me alivié y hasta empezaba
a disfrutar de aquel olor a mi poderío, a mi victoria, a mi paz. Pero pulsé
inmediatamente, para que empezara a desaparecer.
Tomé la escobilla y concienzudamente lo limpié, lo derroté, lo eliminé, me había librado de ello allí.
Tomé la escobilla y concienzudamente lo limpié, lo derroté, lo eliminé, me había librado de ello allí.
Cuando me lavaba las manos, mientras el olor del jabón del
dispensador invadía el cuarto y yo al hinchar mis pulmones comprobaba que ya
estaba solapando los restos de aquella batalla orgánica, supe que,
definitivamente, Juanito sobreviviría a este trabajo, sin más angustias, sin
cicatrices significativas.
Excelente crónica Juan. Me tuvo en vilo, creí que al final terminaría mal. Pero no, termino como terminan las buenas narraciones, inimaginablemente y en este caso una magistral cagada. ¡OLE!
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