El
edificio.
A
principios del XXI se emprendieron en España grandes inversiones en edificios
funcionales. Durante muchos años, la justicia se había desarrollado en vetustos
palacios, atestados de polvorientos legajos, con armarios de baldas
arqueadas por el tozudo peso de los expedientes, con alturas y resquicios
incorregibles por donde la calefacción huía a espuertas, sin veraniego aire
acondicionado. Sitios donde los
ascensores se averiaban y los servicios higiénicos tenían una pátina indeleble
de posguerra. Nadie sabe ni quien ni cuando se pagará la deuda que han generado
estas inversiones, pero ahora, aquí
en un edificio reedificado nuevo con grises metalizados, pusieron ascensores de subida y bajada, que son inteligentes y parlanchines;
también, lejos del público, pequeños ascensores de servicio, para que bajen y
suban los jueces a los juicios y no se encuentren cara a cara, encerrados con
los justiciables. Armarios funcionales, metacrilatos, PVC, sillas ergonómicas,
servicios públicos y privados nuevos donde la higiene brilla aún. Por cierto,
los servicios de funcionarios están al lado de los despachos de juez y
secretaria, con lo cual puede ser algo intimidante pasar a hacer una necesidad
sólida, entretenida, y con una cierta permanencia olfativa. Por lo que hay que
venirse indudablemente “cagao de casa”.
Ahí
estaba uno de mis problemas, mi cuerpo tenía una rutina matinal de desayuno más
un poquito de ejercicio -por ejemplo, hacer la cama-, con resultado de una
sentada higiénica y aliviante. Pero esto venía sucediendo tranquilamente sobre
las ocho de la mañana, sin ansiedad y sin prisas. Desde que tuve el trabajo,
tenía que aviarme a las seis y media para tomar el coche llegar a Salamanca,
aparcar al otro lado del río y dirigirme andando a la oficina.
Yo soy
de familia estreñida y necesito regularidad en esas vías: la presión física y
mental es costosa y el sentimiento del “deber incumplido” difícil de
sobrellevar. Cuando sucede un miserable salto del necesario escalón diario, se
produce en mí un temor al enfrentamiento con lo inexorable, enrojecimiento de
faz, ensanchamiento de las arterias del cuello, presión de los tímpanos hacia
fuera, extrusión de todos los pelos de mi cuerpo y fluido de sudor por cada
vaso capilar. Todo esto sostenido en el tiempo y, muchas veces, estéril. Son
etapas oscuras de mi vida, que quiero haber superado para siempre.
Mis
crisis en este trabajo no llegaron nunca a sobrepasar
los dos días; mi empeño era a la vuelta, por la noche, todo lleno de estrés, de
presión, de ansiedad. No podía soportar también esta otra mochila, junto al
trabajo, el viaje, el aparcar, las broncas, las incertidumbres y mi conocimiento
de que podía ser expulsado.
El caso
es que estando en la oficina, tenía amagos de descomposición, pero mal podía
expresarlo en el servicio higiénico en el trajín de la mañana, al lado de la
secretaria y el juez. Necesito tiempo, tranquilidad y un recomendable un
periodo de espera para que, junto a que haya tiempo para que se disipe un olor
espantoso, se restableciera la color en mi rostro pálido y la tensión que
podría haber alcanzado la compresión del
cuello de Laoconte con sus serpientes estrujando. Todo ello era incompatible con aquel
pequeño departamento que, como todos los de construcción actual, carece de
ventilación exterior. Y con esos vecinos.
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