lunes, 31 de octubre de 2022

Mi educación sexual.

 

Foto muy anterior. Yo soy el que está ensimismado en su colita, y la de mi primo no se ve. Entonces éramos así de naturales, no existía ni el exhibicionismo, ni la pederastia. Es una de las fotos favoritas de mi biografía.


He tenido la suerte de nacer en un pueblo todavía en una época de niños sueltos y de perros libres. Por cierto, si me hubieran dicho que unas décadas después, ya en plena democracia, todos los perros saldrían atados a cagar a la calle sin poder enterrarlo nunca más escarbando con sus patas traseras, diría que vaya dictadura le cayó a esta pobre especie: tristes y capados esperando todo el día que los saquen sus dueños armados de una bolsita de plástico en la mano para recogerles la caca.

Digo esto porque seguro que mi primera experiencia sexual  fue con perros, aunque mi papel  fuera de mirón. En un pueblo de perros sueltos y sin capar, como estaban todos en la época de Franco, cuando una perra soltaba al éter las feromonas proclamando que era sexualmente receptiva, a su vera se plantaban una decena de romeos perrunos para dilucidar con uñas y dientes quien optaba primero a prolongar sus genes. El barullo y la polvareda de la pelea ratificaba las leyes de Darwin y el espectáculo rítmico subsiguiente llamaba la atención de los niños como yo. Sobre todo el empeño extático del macho hasta que se enganchaba definitivamente y, dejando los ojos en blanco, desfallecía encima de su partenaire. A veces alguien, a los adultos les incomodaba esta “sinvergüencería” de los animales por el mal ejemplo que nos daban a los niños, molestaba el coito perruno y el pobre macho sufría inhumanamente un inoportuno acoso a su opción de paternidad. (Ahora mismo todavía me llega a lo más íntimo pensar lo que pueda doler un esguince de ese músculo).

Como a pesar de ser campeón el perro -macho como yo- no parecía resultar muy bien parado de su aventura, no me hacía mucha ilusión imitarlo. Pocos años después, en las catequesis de Don Macario a las que me tenía que quedar después del rosario de los domingos por la tarde (yo era un niño suelto, pero no tenía libertad para prescindir de un montón de obligaciones religiosas)  llegábamos al sexto mandamiento no cometerás actos impuros, del que yo no me enteraba muy bien con tanta palabra rara y camino enrevesado de lo que se estaba explicando sin decir palabras soeces. Al final me quedaba el batiburrillo de que aquello, fuera lo que fuera, era un pecado mortal “mu” malo en el que buena gana de meterse. El reiterativo noveno mandamiento creo que el cura se lo saltaba, porque total, para explicar lo mismo otra vez tan mal… En resumen que yo no tenía ninguna apetencia de cometer actos impuros y acabar enganchado detrás de ninguna niña corriendo sin poderme separar de ella, mientras me tiraban cantos y me llamaban sinvergüenza. Y encima cometiendo  pecado mortal, cuando apenas tenía uso de razón y todavía no estaba autorizado a confesarme de ello y limpiarlo.

Años más tarde, cuando aún no sabía si los niños salían por la raja por donde meaban las niñas, (en un pueblo de niños sueltos, las niñas meaban tan inocentemente como los niños en cualquier calle, así que la curiosidad infantil me había llevado a conocer de vista al órgano femenino antes de que se adornara de pelos) o por el culo, que era donde había visto salir a los perrillos o los corderos, descubrí el sexo sin imaginarlo si quiera.

Mi primera relación fue contra la “portería” de baloncesto de las escuelas de Don Aniceto. Y las llamo porterías porque en aquellos momentos no sabía ni entendía otro deporte que no fuera el fútbol y además siempre fue un despropósito que instalaran esos artilugios en el patio de tierra de una escuela donde el suelo era irregular y el balón botaba fatal. Además nadie tenía balón de baloncesto en el pueblo, ¿pa qué?

Pero las dos barras de las “porterías” eran firmes, de hierro liso y culminaban en unas barras horizontales donde estaba enganchado el tablero de madera. La cuestión es que era un reto para nosotros trepar por la barra vertical hasta las barras horizontales, y lo solíamos hacer por las tardes de los domingos, aproximadamente un par de horas después de las catequesis del rosario. Yo siempre he sido entre corpulento y regordete, así que tenía mucho peso que arrastrar trepando para levantarlo hasta la ansiada meta. Durante un tiempo me di cuenta que aunque no consiguiera llegar hasta arriba me era placentero intentarlo, me cansaba y bajaba suavemente por la barra. No sé por qué volvíamos todos los domingos por allí con tanta perseverancia a intentarlo si no conseguíamos trepar hasta arriba. Un día subí intensamente enroscado a la barra con todas mis fuerzas hasta un punto en que meé una cosa rara espesa, no fue mucho, pero sí una sorprendente sensación.

Debió de ser solo unos meses después cuando me llevaron a las ferias de la Santa de Ávila y nos paramos a ver las cucañas. Básicamente eran palos lisos, algunos untados de sebo, que desafiaban la fuerza o el equilibrio, donde participaban los mozalbetes de barrio intentando conseguir, desde una bolsa de caramelos que era presa fácil para casi todos, hasta el jamón que estaba arriba de un palo vertical del triple de altura que mis porterías de baloncesto. La gente se reía de los afanes y de los fracasos de los muchachos. Bastantes de ellos eran gitanos que, apremiados y valientes, intentaban llevarse el premio gordo del jamón. Era una época en la que los gitanos no tenían mucho que comer, tampoco existían esas baratas bollerías industriales  que han arruinado en la actualidad las aceitunadas figuras que tanto admiraba Federico García Lorca. Un grupo de ellos hicieron equipo para llegar al jamón: la cuestión era que los primeros llegarían hasta donde pudieran limpiando con su cuerpo el resbaladizo sebo, pensando que el más hábil de todos conseguiría al final, con su mayor nervio y el palo menos aceitado, llegar hasta el jamón. Recuerdo el brío con el que el último gitano subió los primeros metros, parecía que iba a llegar, concitaba la atención de todo el mundo, pero el rozamiento era fuerte y cuando estaba a un metro perdió el ritmo,  le fallaron las fuerzas y bajó lentamente con los ojos en blanco como los perros cuando se enganchaban con las perras. El público abulense, muy racista hacia los gitanos, celebraba su derrota y se burlaba: ¡Se ha corrido! ¡Se ha quedado sin fuerzas porque se ha corrido el muy cabrón! ¡Mira, ya verás cómo tiene la mancha de lefa en el pantalón! Cuando se separó de la viga vi que no solo estaba avergonzado por el fracaso, también trataba de taparse con la mano en el mismo sitio donde dejé yo mi mancha la tarde que me meé un poquito.

Entonces recibí la confirmación de que mi primer orgasmo había sido con una “portería” de baloncesto.  


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