Hoy estoy con "El tamaño del infierno" de Arturo Azuela: un libro que me recuerda a Juan Rulfo y a García Márquez. Es muy bueno, pero leyendo algo de dolores y sufrimientos persistentes me distraje a un pensamiento, a una vieja impresión.
He trabajado en muchos juzgados, donde la gente tiene que verter parte de su vida, por lo que mi experiencia sobre lo humano es bien interesante y variada. Hoy recordé que una compañera de oficina, muy guapa y simpática, un día volvió llorando. La había llamado la juez a su despacho. Yo ni me enteré, estaría tomando declaración a alguien. El caso es que después de un tiempo en el que me dio tiempo a decir ¿dónde se habrá metido esta mujer? ¡Vaya café más largo se está echando esta mañana! Volvió.
-¿Te ha pasado algo? ¿Dónde has estado?
-Me llamó la juez para tomar una declaración en su despacho, esto no se podía hacer en la oficina. Ha sido muy fuerte, lo más fuerte que me ha tocado en esta vida. He tomado la declaración a dos hermanas, mujeres casadas ya, bueno: se marcharon de casa de la manera que pudieron. Han contado como su padre abusó de las dos, muy fuerte eso, terrible. Te puedes imaginar, pero ellas lo habían superado, bueno, estaban fuera de casa. Le habían perdonado, estaba hablado en familia con ellas y con su madre, que es una pobre mujer; también ella ha declarado. El padre prometíó que nunca más, ellas no querían escándalo ni nada parecido, enterrarlo... Da mucha vergüenza. Se hubieran callado, pero ellas estaban atentas:
Su padre ha empezado a atacar a la pequeña, de trece años, y han decidido ya denunciarle. Y me tocó a mí escribirlo a máquina.
...Me voy tomar café. Me ha dicho la juez que me tome el resto de la mañana libre y lo voy a hacer. No te puedo contar nada más, el expediente lo guarda la juez en su despacho. Es que es mu fuerte, de verdad, muy asqueroso: algunos hombres dan mucho asco.
Recogió su mesa, se encendió un cigarro, porque entonces todavía se fumaba en las oficinas públicas, guardó el paquete y el mechero en su bolso y se fue. Nunca supe más, ni pregunté, ni husmeé, ni olfateé; tampoco me dio tiempo: yo estaba en aquella oficina cubriendo una baja por maternidad y debió de ser al final. El rostro demudado de mi compañera siempre tan alegre me aportó suficiente veracidad y me infundió tremendo pudor sobre aquella tragedia. Fue hace veinticinco años, más o menos.
Hay gente que vive con dolor incrustado. Nada sé si esas mujeres son hoy militantes de algo y lo vocean con voces altisonantes que pueden sonar hasta huecas o exageradas, o, como creo, lo siguen sufriendo en silencio; porque nunca supe quienes fueron, ni si sus hijos varones, si es que los tuvieron, están bien educados en el respeto sexual a la familia, en la interdicción del abuso de superioridad, de la violencia.
Ya escribí que esta es una historia vieja; parece que hoy las casas son más transparentes y que todo se sabría, porque ya no existe eso del respeto ancestral, ni la vergüenza, ni el aplastamiento que supone que el hombre trajera los únicos cuartos que entraban en la casa; afortunadamente. Pero no sabemos, hay infiernos desconocidos por ahí.
Escuchando a Mozart, como estoy haciendo ahora mismo, todo esto parece más irreal.
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