Con los cuatro días de vacaciones
que me correspondían este verano y, animados por unos pronóstico soleado, habíamos
planeado descubrir Galicia.
Gente me ha contado que ha ido
varios veranos a esta región y nunca se han librado de lluvia, paraguas, escasa
luz y un fresco excesivo para el disfrute relajado que corresponde al concepto
de vacación.
Anticiparé el final: hemos tenido
un tiempo excelente, extraordinario, aunque veréis que lo bueno también tiene
sus aspectos muy malos.
Mucho mejor sería haber tenido
lluvias y frío, no ver la luz de aquel océano gallego tan ancho, medioatisbar
las torres de sus monumentos entre la neblina y pasear bajo el paraguas con los pies que terminaran salpicados.
Porque ha ocurrido que, lo mismo
que nosotros con nuestras vacaciones, los incendiarios habían planeado y aprovecharon
para ejecutar su actividad criminal.
Es horrible y angustioso de
respirar un incendio forestal. Yo sufrí uno directamente en Arenas de San Pedro
en el año 2000. El sol se oscureció y las pavesas caían sobre mi terraza y el
ahogo, la prisa, el estado de sitio, la desazón, el miedo, me oprimían
furiosamente. Por fortuna cayó una tormenta y el hueco negro que se holló en
aquel bosque no fue catastrófico.
Todavía padezco como una herida
perenne del alma la amputación de uno de mis paisajes más queridos que,
verdaderamente, me causó más dolor que la pérdida de cualquiera de mis
familiares fallecidos, los cuales, al cabo, murieron con la vida cumplida: fue
el horrible incendio del Noroeste del Barranco de las Cinco Villas. Menos mal
que sucedió estando de vacaciones y no tuve que sufrirlo allí dentro. Un buen
amigo me llamó por teléfono para darme una especie de pésame, así lo sentí;
gracias César.
El humo picante, la angustia, la
rabia, hicieron que atravesáramos Galicia hasta la costa de Vigo deteniéndonos
casi sólo para hacer las paradas fisiológicas imprescindibles. No era lo
previsto, hay muchas bellezas para ver por el camino y, siendo el mar el premio gordo para cualquier persona de tierra
adentro como yo, lo apropiado era ir degustando de menos a más.
La costa, la brisa que sopla del
mar a la tierra, nos harían casi olvidar los malos humos y así fue. Pero dos
días después, en Pontevedra, que está muy tierra adentro en su ría, sufrimos el
asqueroso humo que, empujado por el viento costero, anegó todo y nos privó de
aquel tranquilo paseo nocturno que nos gusta dar para conocer de otra manera
las ciudades, con su noche y sus monumentos iluminados. La gente desalojaba las
terrazas y abandonaba la calle y nosotros nos fuimos a refugiar al hotel para
olvidar ese mal sueño. Entonces pensé seriamente que no merecía la pena sufrir
Galicia así y que debíamos volvernos a casa.
Reflexioné sobre la incomodidad y
la angustia que sufrían los pontevedreses, sobre sus comentarios rabiosos,
sobre la privación del verde y su oxígeno, todo tornado a marrón, a cenizo, a
descarnadas costillas de tizón..., y me dije que habiendo psicópatas
incendiarios, (que son psicópatas aunque en muchos casos los mueva alguna causa económica) no podemos
dejarlo todo al estado; la respiración es demasiado importante como para
dejársela a los gobiernos. Tenemos que ser antiincendiarios activos, nos va
nada menos que nuestro aire en ello. Los ciudadanos deberíamos organizarnos
para limpiar nuestros bosques, para vigilarlos, y después para ayudar a
extinguir sus incendios, y todo de la misma manera que defendemos nuestra
propiedad. Ninguna policía del mundo podría evitar los robos si nosotros no
colaboráramos poniendo puertas, llaves, cerrojos, alarmas privadas: lo mismo
deberíamos hacer con nuestro aire, con nuestro paisaje; defenderlo activamente,
que el estado se encargue ponga el personal especializado, los aviones,
helicópteros y los coches de bomberos.
Los incendios afectan gravemente
a la salud; igual que ella, se cuidan desde la prevención, los buenos hábitos,
las comidas adecuadas, la higiene. Y no descubro nada aquí, porque todos lo
sabemos muy bien: especialmente cuando estamos enfermos y cuando están ardiendo
los bosques.
Los gallegos tienen unos montes
que fueron necesarios para dar la madera con la que construyeron sus casas y
sus muebles, también la leña con la que guisaron sus comidas y calentaron sus
hogares. Ahora que todos nos hacemos urbanos, y nadie poda los bosques para
calentarse en invierno. Ahora que los ganados engordan en prácticos
establos, no podemos consentir que el
monte, ese que transformamos con pinos y eucaliptos, se vuelva un mero
combustible para psicópatas o aprovechados.
Pero al día siguiente en
Pontevedra nos salió un cielo azul sin humo; quizá el aire cambió de dirección
o el fuego no era tan grande y fue apagado.
Seguimos el viaje aprovechando nuestras vacaciones. Los negros
pensamientos abandonaron el primer plano, como cuando se recupera la salud.
Parece mal empezar esta crónica
de las vacaciones en la hermosa Galicia por sus incendios; es, por mi parte,
como desagradecido, desagradable, vengativo, casi fúnebre. Pero creo que debo
ser fiel a mis sentimientos, y el primero que quería apuntar era el del dolor.
Además citaré a Serrat “aunque sea
triste la verdad, lo peor es que no tiene remedio” .
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