En algún momento, ya lejano, cayó en mis
manos este libro. El nombre del autor no me decía nada, aunque su nacionalidad
colombiana era, es, debe ser siempre garantía suficiente, a eso debemos unir el que la
editorial Destino sea de las de prestigio literario.
Hice muy bien en comprarlo, porque van más de veinte días que ando paladeando sus graciosas imágenes, su labor preciosa, su
empecinada cultura, desplegada en una narración sin acción: un puro anecdotario
casi plano de una saga de diplomáticos colombianos, todos ingeniosos admiradores de la lengua y cultura griega clásica y también del ombligo de la carrera diplomática.
Llevo tanto tiempo porque me pierde la
inacción, tan solo es el placer de darme largos tragos -pero tragos, no lectura continua- de rebosante prosa. Los tragos son imposibles de resumir en una historia, pero muy agradecidos al paladar en una segunda o
tercera lectura, a las que voy recurriendo para tomarle el pulso y poder
pedalear sin caerme en la escasez argumental. Todo esto tiene más mérito en un
caluroso julio.
Por si os entra alguna duda, declaro que
recomiendo encarecidamente este libro y a este autor desconocido, y que nunca
lo será, porque murió en 2005 y a ninguna editorial se le va a ocurrir reeditar
y publicitar a estas alturas de la -ya historia- de los libros de papel, algo tan
invendible como esta familia de diplomáticos colombianos que, lejos de grandes espionajes o influencias en el devenir universal, se dedicaban a cultivar
pruritos filológicos y a tener alguna
amante, entre canapés, cambios de legaciones y penurias administrativas. Poco se puede esperar de apasionante en los
asuntos exteriores de un país como Colombia, actor internacional de tercera
división, tanto política como comercial.
La vacua diplomacia de nuestros países aprovecha
mucho a la literatura; ahora me acuerdo que tenemos a Pablo Neruda, y a Ángel
Ganivet, y habrá unos cuantos más que ahora mismo yo no tenga presentes.
Seguramente
los diplomáticos ingleses o franceses, norteamericanos o rusos, alemanes o japoneses, tienen suficiente
trabajo para no tener que inventarse floridas literaturas, pudiendo escribir libros de memorias que interesen al público por la sustancia que cuentan.
Hace tiempo que no os copio nada aquí. Creo
que me colma copiar como tercera lectura: es como hinchar los pulmones de un
desconocido aire fresco. Aunque creo que lo que más me apetecería, es leérmelo en voz alta y grabarlo para después escuchar y alimentarme
con su música. Esto se acercaría al colmo de la petulancia, un gesto de masturbatorio orgullo
arqueológico por haber tenido la
paciencia y la fortuna de desenterrar a un muerto orillado en la literatura,
como lo estaba en mi biblioteca, anegado por el gran follaje de su compatriota,
-y por lo que he leído en un artículo de Internet, amigo y compañero de
quimioterapias, (que eso une muchísimo)-, García Márquez.
Pero más allá de la prosapia y la senectud,
fue en su decadencia cuando el viejo se portó con la dignidad de un patricio
herido y así un día se ganó la admiración de sus amigos al confesar lo que nadie
en este país se atrevía. Sin que lo apremiaran a hacerlo el viejo declaró que
por cansancio, exceso de alcohol o miedo, había sido incapaz de cumplir la
víspera como Dios manda con la señora Montoya, cuyo apellido le servía para
hacer bromas baratas a costa suya. ¿Montó ya? Sí señora, pero de nada sirve.
Con gallardía inusual confesó su inapetencia, su flaccidez, su fracaso, pero lo
hizo con una altura filológica que pronto ganó sitio en las antologías. Ante la
sorprendida mujer, que se echaba a sí misma la culpa del fiasco sufrido por el
viejo león, éste le dijo que no se preocupara, que el rapto de impotencia que
acababa de sufrir no era más que una contradictio in erectio. Félix, al
escuchar la historia, sonríe complacido y hasta orgulloso de los recursos
semánticos del abuelo -una salida airosa gracias al eufemismo-, aunque él
prefería en tales casos emplear la sonoridad ática del vocablo amenènós,
que también significa quedar en la estacada ante las señoras, sonoridad
escoltada por un suave chasquido con la lengua como si de esta forma se
insinuara que, pese a la falta de vigor, en el debate del amor no todo está
perdido.
R.H. Moreno-Durán. Los felinos del Canciller.
Editorial Destino. Mayo de1987
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