lunes, 12 de agosto de 2013

Largos tragos de rebosante prosa.



En algún momento, ya lejano, cayó en mis manos este libro. El nombre del autor no me decía nada, aunque su nacionalidad colombiana era, es, debe ser siempre garantía suficiente, a eso debemos unir el que la editorial Destino sea de las de prestigio literario.
Hice muy bien en comprarlo, porque van más de veinte días que ando paladeando sus graciosas imágenes, su labor preciosa, su empecinada cultura, desplegada en una narración sin acción: un puro anecdotario casi plano de una saga de diplomáticos colombianos, todos ingeniosos  admiradores de la lengua y cultura griega clásica y también del ombligo de la carrera diplomática.
Llevo tanto tiempo porque me pierde la inacción, tan solo es el placer de darme largos tragos -pero tragos, no lectura continua- de rebosante prosa. Los tragos son imposibles de resumir en una historia, pero muy agradecidos al paladar en una segunda o tercera lectura, a las que voy recurriendo para tomarle el pulso y poder pedalear sin caerme en la escasez argumental. Todo esto tiene más mérito en un caluroso julio.
Por si os entra alguna duda, declaro que recomiendo encarecidamente este libro y a este autor desconocido, y que nunca lo será, porque murió en 2005 y a ninguna editorial se le va a ocurrir reeditar y publicitar a estas alturas de la -ya historia- de los libros de papel, algo tan invendible como esta familia de diplomáticos colombianos que, lejos de grandes espionajes o influencias en el devenir universal, se dedicaban a cultivar pruritos filológicos y a  tener alguna amante, entre canapés, cambios de legaciones  y penurias administrativas.  Poco se puede esperar de apasionante en los asuntos exteriores de un país como Colombia, actor internacional de tercera división, tanto política como comercial.
La vacua diplomacia de nuestros países aprovecha mucho a la literatura; ahora me acuerdo que tenemos a Pablo Neruda, y a Ángel Ganivet, y habrá unos cuantos más que ahora mismo yo no tenga presentes.

 Seguramente los diplomáticos ingleses o franceses, norteamericanos o rusos,  alemanes o japoneses, tienen suficiente trabajo para no tener que inventarse floridas literaturas, pudiendo escribir libros de memorias que interesen al público por la sustancia que cuentan.

Hace tiempo que no os copio nada aquí. Creo que me colma copiar como tercera lectura: es como hinchar los pulmones de un desconocido aire fresco. Aunque creo que lo que más me apetecería, es leérmelo en voz alta y grabarlo para después escuchar y alimentarme con su música. Esto se acercaría al colmo de la petulancia, un gesto de masturbatorio orgullo arqueológico por haber tenido la paciencia y la fortuna de desenterrar a un muerto orillado en la literatura, como lo estaba en mi biblioteca, anegado por el gran follaje de su compatriota, -y por lo que he leído en un artículo de Internet, amigo y compañero de quimioterapias, (que eso une muchísimo)-, García Márquez.

Pero más allá de la prosapia y la senectud, fue en su decadencia cuando el viejo se portó con la dignidad de un patricio herido y así un día se ganó la admiración de sus amigos al confesar lo que nadie en este país se atrevía. Sin que lo apremiaran a hacerlo el viejo declaró que por cansancio, exceso de alcohol o miedo, había sido incapaz de cumplir la víspera como Dios manda con la señora Montoya, cuyo apellido le servía para hacer bromas baratas a costa suya. ¿Montó ya? Sí señora, pero de nada sirve. Con gallardía inusual confesó su inapetencia, su flaccidez, su fracaso, pero lo hizo con una altura filológica que pronto ganó sitio en las antologías. Ante la sorprendida mujer, que se echaba a sí misma la culpa del fiasco sufrido por el viejo león, éste le dijo que no se preocupara, que el rapto de impotencia que acababa de sufrir no era más que una contradictio in erectio. Félix, al escuchar la historia, sonríe complacido y hasta orgulloso de los recursos semánticos del abuelo -una salida airosa gracias al eufemismo-, aunque él prefería en tales casos emplear la sonoridad ática del vocablo amenènós, que también significa quedar en la estacada ante las señoras, sonoridad escoltada por un suave chasquido con la lengua como si de esta forma se insinuara que, pese a la falta de vigor, en el debate del amor no todo está perdido.


R.H. Moreno-Durán. Los felinos del Canciller. Editorial Destino. Mayo de1987 

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