(En la época en la que engordaba
la burbuja inmobiliaria había esto).
Llevaba un año viviendo en Béjar
y prácticamente no conocía a casi nadie, así que no tenía que darme vergüenza
de nada. Me apunté en el Ayuntamiento a una lista de peón de trabajos
municipales para cuatro meses. ¿Pero te
vas a apuntar a eso? Me dijeron los pocos conocidos que tenía: ¿No sabes que va lo peor de lo peor? Los
llaman los gachós.
No habiendo otra cosa, quiero
trabajar. Al menos allí me cotizarían a la seguridad social no podían ser ilegales.
Lo fueron, aunque en mi nómina mensual constaban líquidos poco más de 500 €.
Había un examen, y era en el
campo; en el paredón de la finca de “el Bosque”. Una oposición muy distinta a
todas las demás a las que yo haya asistido. Para empezar, en el grupo de 80
apuntados encontré como unos 25 gitanos, etnia que yo nunca he visto en ningún
proceso selectivo, pero cuyos votos dicen que controla muy bien este alcalde. Entre
estos, había algunas señoras de más de 50 años, gordas de gruesos pechos y
largas faldas oscuras a quienes costaba mucho trabajo imaginar cargando un saco
de cemento, moviendo piedras o echando paladas de tierra en la mezcladora.
Había ya entonces, para mí, reconocibles alcohólicos callejeros poco o nada
rehabilitados, muchachos con cara de loco, flacos endémicos y también creo que
algún obeso mórbido, y alguna que otra mujer joven muy dubitativa de su papel y
de su buena fama en este grupo de gentes variopintas que miraba para fuera como
deseando algún milagro o al menos que no la viera nadie allí.
La mayoría de los convocados
estaba fumando en corrillos mientras esperaban haciendo comentarios sobre que
este año se iba a pagar menos. Bueno, en
el sueldo nos engañarán, pero lo que es en el trabajo…
También había jóvenes con aspecto
norteafricano y su correspondiente complexión recia y nervuda; los únicos con
los que podría haber tenido una competencia reñida. Pero poco después oí decir
que iban a seleccionar a 60. Ninguna duda me cupo entonces de que, aunque
fueran sido sólo diez los seleccionados,
yo entraría en el grupo.
Vinieron bastante tarde a
examinarnos, indicio del desprecio que les producíamos, eran el encargado de
obras y una funcionaria con una lista y un bolígrafo. Sacaron dos pares de
hoces y la mujer empezó a nombrar gente, el encargado les indicaba la hoz y les
decía dónde cortar. Con muy mal “espelde”, que dirían en mi pueblo, los
candidatos daban golpes con ánimo de cortar la hierba. El espectáculo era, en
general, grotesco: algunos no terminaban de agacharse y casi no acertaban en el
pasto otros daban sin fuerza y algunos con una fuerza desproporcionada que no
tenía nada que ver con el ritmo y la tarea. Unos se reían de otros. Yo pensaba
que estaban suspendiendo “la prueba” pero no, muchos “aprobaban”. Bastantes,
sabiendo lo fácil que estaba, no se lo tomaban
en serio, sabiendo que el encargado no podía de ninguna manera rechazarlos. A
quienes tenían maneras de buenos trabajadores el encargado les cortaba
enseguida, a quienes usaban la hoz de cualquier manera, o con escaso empeño,
les dejaban seguir más. Entonces, las risas de sus compañeros hacían que alguno
se volviera malencarado. Las gitanas viejas eran patéticas, no obstante
aprobaron a una. Yo, que había segado en mi pueblo, no estuve ni quince
segundos. ¡Venga, vale!, me dijo el concejal, como extrañado de encontrar un tipo tan entero como yo.
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