Uno suele desear cada pocas horas comer, y la comida que consigue poner o que le pongan en la mesa es un idilio placentero que pocas horas después será un deshecho del que desearemos cuanto antes liberarnos en un lugar destinado solo para eso, arrastrándolo con agua para no verlo más.
Lo mismo con un plazo un poco más largo, -no en vano se llaman bienes duraderos- sucedió con estos y otros cachivaches obsoletos que se quedaron por ahí en un cajón, porque dejaron de funcionar o porque nos regalaron otro más moderno. En algunos lugares llaman a estos teléfonos burros, frente a los teléfonos inteligentes, que también van convirtiéndose cada poco en excremento. Yo quiero seguir siendo de los teléfonos burros, aunque sé que me terminaré pasando a los inteligentes, porque todo ahora mismo es un mundo de aplicaciones que te registran y te permiten o te impiden: recientemente no pude entrar al Registro Civil de Ávila porque era necesario pasar por el aro de bajarse una aplicación y solicitarlo mediante el aparatejo inteligente que gobierna tantos mundos ficticios y bastantes reales.
Todos estos aparatos que aquí yacen tienen una tecnología sofisticadisima, puntera hace un par de décadas, objeto de ilusión, deseo y presunción. Pero hoy cada uno de ellos cojea de algo, creo que a mí se me estropeó la clavija del alimentador de mi Nokia. Entre todo ello no he sido capaz de sacar nada para ser utilizado para recibir llamada porque todo tiene algún impedimento insalvable. Mi resistencia a la sociedad de consumo los relegó a estos cajones malditos con la maldición de ocupar un espacio porque pienso que, por lo que fueron, alguna vez servirán para algo.
No me lo voy a tomar como algo personal: es peligroso.
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