El
pasado día 23 de abril, fiesta del libro, encontré este ejemplar de la
colombiana Laura Restrepo, La novia oscura, por un euro. Mi voracidad
compradora estaba ya más que satisfecha con otros que llevaba en una bolsa
pero, la prestigiosa editorial Anagrama y el saber que la autora era
sudamericana, me impulsaron a examinarlo. Que en la contraportada hubiera un
comentario muy elogioso de Gabriel García Márquez determinó que se me hiciera
irresistible echarlo a la bolsa.
Tengo
un centenar de libros de literatura hispanoamericana – más de la mitad sin
leer-. Cada vez que compro cualquier libro, incremento una deuda que me oprime, también porque el
espacio en mi casa se va colmatando. La única manera de conseguir un cierto
bienestar espiritual es leerlos y contemplar en mis paredes que aumenta la
superficie de libros conquistados por mi conocimiento, ya sea para decirles “no
vales para tanto y algún día te revenderé” o para declarar que resultan una
joya que honra mi biblioteca, joya para que herede mi hija, o para prestar a
algún amigo con especial recomendación.
No era
ésta la primera sensación al leer La novia oscura. Trata de un
asentamiento de prostíbulos que se ha adherido a una explotación
petrolífera de un lugar remoto de Colombia.
No llega a ser realismo mágico, pero sí costumbrismo exótico desbordante, para
mí sospechoso de hiperbólico.
Aunque
el libro se lee muy bien, -es del estilo de Gabriel García Márquez quien lo calificó de lectura
irrefutablemente placentera. (y eso que en alguna entrevista oí al
escritor que procuraba evitar los
adverbios terminados en “mente”)-, yo me estaba preguntando si me interesa
tanto una historia de hipercostumbrismo prostibulario como para 412 páginas,
que se parecían demasiado en la decoración, ritmo, respiración, al gran Gabo.
¿Por qué no releer al original, en lugar de enfrascarme con una imitadora?.
Pero me
paré a recordar un comentario de mi principal proveedor de libros -Luis Felipe
Comendador-, que ha estado hace un par de meses en Perú, y en algún momento de
su viaje paró por la Amazonía, sitio donde me confesó haber pasado bastante
miedo ante los personajes patibularios y las situaciones limítrofes con la
muerte violenta por cualquier cosa; incomprensibles para los que vivimos en el racional y plácido geriátrico europeo.
Su
comentario era más o menos que, aunque parezca increíble por exagerado, lo que
aparece en los libros es verdad y, a veces, hasta se queda corto. Creo que esa
opinión –tomarlo como si fuera verdad-
empezó a gravitar sobre mi lectura y me convenció para seguir
disfrutando, y lo he conseguido.
Para
recomendároslo copiaré el instante en que uno de los protagonistas se rebela
contra las insípidas bolas de arroz que da de comer la empresa petrolera a sus
obreros, que va a ser la gota que colme el receptáculo de las humillaciones y
explotaciones:
Si antes sólo gratitud y sumisión había
sentido, de repente hoy, con esa bola de arroz en la mano y tomándole el pulso
de la indignación de los demás, encontró motivos de sobra para la suya
propia. Por primera vez reconoció que el
mundo, amable tal vez para otros, había reservado para él una cara hostil y se
animó a querer que las cosas fueran distintas; él, el Payanés, que sabía rehuir
el sufrimiento con tanta valentía, o según se mire, con tanta cobardía; él, que
despreciaba a los quejumbrosos, que desconocía el descontento, que desdeñaba a
tal punto el dolor que era incapaz de detectarlo cuando lo llevaba encima; que
no se permitía soñar sino cuando estaba dormido, hoy de repente se dejaba
arrastrar por el furor y resentía en los huesos la crónica humedad de sus
hamaca en esas noches sofocadas de la selva, tan cortas que no brindaban
descanso, y odió la soledad de sus días demasiado largos entre tantos hombres
que, pese al hacinamiento, no se acompañaban; supo de un cansancio del que
nunca antes se había permitido saber y, por primera vez desde que salió de sus
distante ciudad de Popayán, se dio el lujo de añorar a aquellos que no había
vuelto a ver.
-Pues sí, qué carajo. Yo también estoy
harto –reconoció y quiso cobrarle a la vida cada una de sus rudezas y sus
mezquindades, y echarle en cara a la Tropical Oil Company los mordiscos que el
exceso de trabajo le pegaba a sus músculos exigidos hasta el calambre, y el
ruido atronador de las máquinas que le congestionaba el cráneo y le secaba el
pensar, y la rutina de galeote que tan de buena gana había aceptado y, ante
todo, el peso negro de ese cielo que cada noche lo envolvía lejos del abrazo de
....
Aunque es la
descripción de la toma de conciencia clásica, la concietización, nadie se me asuste: no es un libro
político; es de pasión. No digo más que parte del cabreo del Payanés es por
amor celos y despecho. Por eso lanzará la bola de arroz contra el retrato del
presidente de la Compañía Petrolífera desencadenando una huelga.
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