Como ya ha leído y visto lo mío, quiero
reivindicarme encontrando los trucos de esta sensación. Uno, puede ser que el
libro después de sumergirte en la cotidianidad del presente palpitante lleno de
marcas, teleoperadores, apreciaciones e imágenes, que se cuelan como salidas de
un aparato de radio que encontráramos encendido: París Hilton, Abramovich,
Hollande, Obama, Audi, Samsung, TeraByte... te precipita en un futuro,
visionario, despoblado, desasosegante, como el final (que seguramente no he
entendido y es parte de su gracia) de 2001 Una odisea en el espacio de
Kubrick o el de náufrago del conocimiento
Adso de El Nombre de la Rosa.
Otro truco que se me ocurre es el tremendo (y
bien traído) instrumento de autopromoción del autor que es esta novela, al convertirse en un personaje
secundario que se va agigantando y adquiriendo prestigio a medida que se
convierte en objeto. Supongo que ese recurso narrativo hace que aumente la
consideración del lector y le dé a la novela más empaque, más credibilidad,
como si viniera de un hiperconsagrado, como García Márquez o Vargas Llosa. Así,
unido a la sensación de estarlo descubriendo, puede obrar la ilusión perceptiva
en la que me hallo.
Es un libro ingenioso y con puertas abiertas:
ayer me atrapaba su desenlace hasta derrumbarme de sueño y hoy me he levantado
monomaniaco para acabarme sus últimas cincuenta hojas, incluso con postergación
de mis perentorias necesidades físicas mañaneras.
Sin destriparlo, no se me ha ocurre
recomendároslo de otra manera.
Houllebecq siempre vuelve a los mismos temas pero el aura de vacío vital se encarna en 'El mapa y el territorio'como nunca, incluyendo su propio asesinato...
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