En algún momento he escrito que yo no necesito rey por bueno que sea éste, que me parece que lo es.
Los reyes son ideales para las ceremonias, inauguraciones, discursos institucionales, acontecimientos familiares y prensa del corazón. Las bebecés: bodas bautizos y comuniones, son las pompas cotidianas de la gente de a pie y es de lo que viven muchos artistas y artesanos.
Nada de eso es necesario, ni lo chico ni lo grande, y la pandemia actual lo cuestiona seriamente, si es que no va a acabar con ello al perderse la costumbre.
El rey inaugurador está en crisis, no puede reunir público, hay más miedo que ilusión.
Pero el rey árbitro, ese que tiene un prestigio por su prudencia, por su sabiduría (o sabio asesoramiento) está cuestionado por su papá y la afición a las putas caras y a la satrapía decadente y tiránica de pasar el cazo.
Porque no lo olvidemos: Felipe VI es un hijo de papá. En la parte del palacio que él use nunca ha habido ropa sucia, nunca se ha quemado una sartén, ni ha entrado un bicho en una fruta. Nunca ha estado solo sin que nadie le echara una mano, ni se ha puesto en guardia al cruzar una calle oscura, ni ha tenido que cambiar una rueda pinchada de su coche, ni le han robado...
Pero su padre, el artífice de la transición, ese hombre que hizo que muchos republicanos se declararan juancarlistas, le ha estafado, le ha pinchado la rueda del coche, le ha metido gusanos en las manzanas, y hasta huele a ropa sucia en la Zarzuela.
Este no es un buen momento para el cambio, nunca lo va a ser: la crisis catalana, la crisis económica consecuencia del coronavirus, quizá sea oportuno, aprovechado la crisis ceremonial para salir de esta inercia histórica.
Sí, estoy de acuerdo el rey Felipe es un hombre muy preparado y podría haber sido muy útil; pero hay tanta gente desperdiciada por ahí, en trabajos que no merecería y aún sin trabajo... solo sería uno más.
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