Llegué al Barranco de las Cinco
Villas seguramente en sus penúltimos momentos ancestrales. Cuevas del Valle
puede que sea el pueblo más vetusto; no le da mucho el sol y conserva un verdín, un musgo, una pátina de otros siglos. Aún en estos tiempos, muchas casas
estaban abiertas de día, y uno tenía que pasar dando voces hasta adentro para
poder ver y hablar a sus moradores. Parece, para sus dueños, que serían
mezquinos o desconfiados si las cerraran y la gente tuviera que molestarse en
llamar para poder entrar. Sólo las cierran de noche, y es como una ceremonia.
Me contaron una historia muy
triste: la de una casa que ni de noche se cerraba. Joaquín Fernández tuvo que
huir a la guerra (de otro modo, y más en Cuevas del Valle, donde la represión
nacionalista fue tan sangrienta, seguramente le habrían matado) y no volvió, ni
vivo, ni muerto, tampoco mucho después de la guerra; pero Quica, su mujer,
siempre estuvo esperándole. Dicen que nunca cerró la puerta, no fuera a ser que
apareciera Joaquín de noche y no la
encontrara abierta.
El arte de decir mucho, con pocas palabras.
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