Es parte de la memoria apócrifa de la guerra
de Piedralaves (Ávila) que uno de los mayores rojos se hizo millonario a
consecuencia del sangriento conflicto del 36 al 39. Y es que, igual que las
moscas nunca le fallan a la mierda, la rapiña humana florece espontáneamente,
sin necesidad de óvulo ni simiente.
En 1942 bajaba la garganta de Piedralaves
trufada de billetes de cincuenta y de cien pesetas. Era invierno, la niebla se
estaba levantando y Jacinto sembraba ajos en su huerto ribereño cuando vio el
milagro flotante que discurría río
abajo. Soltó el azuelo y el taleguillo de semillas y se frotó los ojos. Estaba
despierto mientras aquellos papeles navegaban sinuosamente sorteando las piedras
y haciendo tobogán en los rápidos. Jacinto miró a su alrededor, y se dio un
tortazo en la cara: no era un sueño, aunque todavía, y a pesar de la sensación
del picor en el lagrimal que le producía el olor a ajo, volvió a frotárselos
porque, realmente, era un “sueño” lo que estaba viendo. Pero, al abrirlos de nuevo, las abarcas ya se le
fueron solas, pegando brincos hacia el río, como si estuviera loco.
Más que un sueño de él era una chaladura de
otro: ¿Quién podía tener esa cantidad de dinero en el pueblo? ¿Quién podía ser
tan descuidado como para haberlo perdido,
tan loco como para haberlo tirado? Imposible preguntarse y responderse
tanto mientras aquellos billetes seguían la gravedad de la corriente camino del
río Tiétar. Jacinto y se gritó: ¡San Isidro! ¡ruega por mí! y penetró en
el gélido líquido. Como quien pesca truchas a mano consiguió, de primeras,
agarrar uno: era de verdad. No importaba que
se hubiera calado ya hasta más arriba de las rodillas y completamente los dos brazos.
Con un solo billete de cien tenía de sobra para botica: cada billete equivalía
a todos los jornales de un mes amontonados. Desde el agua vio más que seguían
bajando, se guardó el billete mojado en
la faja, y volvió a encomendarse a San Isidro para seguir persiguiéndolos casi
como si le fuera la vida en ello. Desde el otro lado del arroyo, la Tía Isabel , que segaba
para llenar un saco de hierba para sus conejos, vio el loco baño invernal de su
paisano y, entornado los ojos también, atisbó que parecían na menos que billetes flotando, eso que quería pescar
Jacinto.
Más despacio, por las dificultades con las
sayas y su más inapropiado calzado femenino, bajó al arroyo, olvidando casi
todas las composturas de mujer casada y
los más que justificados temores a resbalar, caer y empaparse. Según se
acercaba, veía las caras de los santos de algunos billetes y, en otros, el
reverso de escudos, símbolos y
floripondios. Era un espectáculo entre
el ansia y la angustia, ver cómo se balanceaban en la corriente mientras
Jacinto perseguía a manotazos, y agarraba, ya completamente calado, el segundo
billete de cien. Más gente, desde otras fincas y casas se estaba fijando en la
extraña actitud de estos pescadores de fortuna, y se encaminaban, mirando con
atención la inusitada urgencia con la que sus convecinos trataban de capturar
algo flotante.
A medida que se acercaban y podían atisbar
con más claridad la naturaleza monetaria del asunto, precipitaban su paso. El
escándalo de sus carreras repicaba la atención en más público y al final hubo recorriendo el arroyo diez o
doce personas, algunos con palos para apoyarse y no caer, y para remover el
suelo y las ramas. Nadie tuvo ya la misma suerte de los que llegaron primero, Jacinto había pescado
950 pesetas y media pulmonía, Tía Isabel llegó a 250, lo mismo que Aurelio,
mientras que Valentín, Eulogio y Goyo,
pescaron billetes de cien, y Balbino y Gaudencio encontraron sólo uno de
cincuenta cada uno; según se dice.
Nadie se movía de la ribera del hallazgo.
Muchos siguieron río abajo, pero los que acertaron más fueron los que
remontaron hasta el puentecillo, donde se dijo que se habían encontrado otros
siete u ocho billetes en el lecho, enganchados en la vegetación o arrugados
contra las piedras. Las gentes miraban en el
torrente, todos con movimientos bruscos y desconfianza hacia los otros:
por poco no llegó a darse el caso de que alguien se peleara. Eso sí, cuando salieron los muchachos de la escuela,
sus padres también los mandaron “a rebusca”. Muchos, casi los ochenta
muchachos, hicieron novillos rebuscando billetes, pero sólo Vicentín se
encontró uno de cincuenta.
Nadie de los agraciados quería dar demasiada
información sobre el asunto, y es fácil
que muchos declararan menos billetes de los que realmente recogieron. Porque
todos sabían que el dinero, -una pequeña fortuna-, no podía haberse criado como
los peces en el río; era de alguien y, seguramente, los parientes de ese orate
al final lo reclamarían, con lo que la consiguiente obligación de un buen vecino, y aún de
los malos, sería devolverlo, porque la alegría de un golpe de suerte como el
recibido aquella mañana, no puede ser nunca comparable a la definitiva ruina de
un “chalao” dilapidador.
Así que, por un tiempo, la gente guardó en
casa los billetes, no fuera a ser que se los pidieran. También la cosa podría traer algo de música
con los maquis y en Piedralaves todo el mundo tenía todavía demasiado presente
que cuando llegaron los nacionales habían aparecido demasiados muertos en las
cunetas por hacer “nada o casi nada” en aquel mes y medio de la guerra civil que fueron parte de la "dominación roja", así que
tampoco era cuestión de tentar la cuerda con la Guardia Civil que, a la mínima, acusaba a cualquiera de colaborar con “los
bandoleros”.
Pero al pasar las semanas y nadie preguntar
por los billetes del río, los afortunados empezaban, unos a hacerse planes, y
otros, directamente, el saborete inmediato de sus rendimientos.
Un mes después, Eulogio, que había decidido
llevar a ingresar su billete al Banco Español de Crédito de Arenas de San
Pedro, volvió apesadumbrado.
-¡Que no vale! Que mi billete no vale, y que
me han dicho que, seguramente, los de
los demás tampoco.
Era dinero capado. Alguna gente -en
Piedralaves había habido unos cuantos luchando en el bando rojo que ya estaban
libres- sabía perfectamente que algunos
billetes que se emitieron en la guerra, no tenían valor, y que eso se sabía por el número de serie y venían escritas en el Boletín Oficial del Estado.
Así pasó. La gente, fue llevando billetes a
Arenas con la esperanza de que no se convirtieran en un triste papel con
monigote como el de “Logio”.
Pero todos, absolutamente todos los billetes,
incluidos los de cincuenta, pertenecían a las series sin valor.
Jacinto (“el Afortunao” empezaron a llamarle
con sorna desde entonces) tuvo una
pulmonía de tres semanas. A poco estuvo de entregar la vida, para evitarlo le
tocó empeñarse por aquella cuenta de botica que creyó tener ya pagada con el
primer billete. Mientras, se pasó el tiempo de sembrar ajos, tantos días pasen de enero, esos pierde de
ajos el ajero.
Las cosas en los pueblos casi siempre se
terminan sabiendo. Y se vino a saber que los locos promotores de aquel
escándalo debieron ser gente de fuera, que habían venido en un taxi, (en el
mismo que se volvieron para sus sitios, después de oírse algunas voces fuertes
dentro de una casa). Y se supo también que eran “rojos”: no podría haberse ocurrido esta terrible broma, más que a gente con tan
maluta, tan destructiva, quemadora de santos e iglesias, tan generosa, pero con lo
que no era suyo.
-Sí -replicó alguien- los anarquistas no
querían el dinero, lo mismo que no querían gobierno, ni iglesia, ni guardia civil...
-Lo que tú digas bobato! Nadie ha visto nunca
en ningún sitio a ningún anarquista, ni en los tres años que pudieron estar más
en su salsa, tirar un billete. Otra cosa es que tumbaran santos y quemaran
altares, pero de verdad ninguna persona
puede contarte de uno que siquiera se encendiera un cigarro, ni con los de
peseta. El dinero es el único dios verdadero y para él no hay religiones, ni partidos, ni
sin-partidos como los anarquistas.
No eran anarquistas los arrojadores de dinero
y, si lo fueran, no tiraron dinero con valor, eso bien lo sabían: habían sido
sobrados los intentos que habían hecho de que ese dinero les valiera para algo.
A ellos, un par de años atrás, les había sucedido el mismo entusiasmo y, más tarde, la misma decepción que a los paisanos
mojados de Piedralaves, desde que lo tomaron de un banco de Teruel.
¿Pero a qué venían unos forasteros a tirar el
dinero hasta nuestra garganta de Nuño Cojo, para que venga a pasar por medio de
nuestro pueblo? ¿No tenían más sitios
donde preparar el alboroto?
Las cosas más extrañas, aún las más
complicadas de entender, también en los pueblos se terminan sabiendo o, cuando
menos, se medio barruntan. Sí: en estos casos, se emplearán varios años
soltando cavilaciones al amor de la lumbre o sentados a la puerta al fresco del
verano, pero algún hilo se saca, eso de todas todas. Que sea unívoco el
veredicto de todos los sabios lucubradores es más difícil.
Y es que unos años adelante, B. un rojo del
pueblo, que había luchado y perdido la guerra con los rojos, nacido pobre, -su padre no tenía más que cuatro malos cachos de tierra-, un triste jornalero sin
papeletas para prosperar, parece que dicen que decían tenía un local en propiedad en
la calle Serrano de Madrid y otros añaden
que quizás también un piso alto en la Gran Vía. Todo
eso lo empezaron a decir cuando, a principios de los 50 se hizo una casa disparatá de grande y buena, en el pueblo.
B. se retiró en septiembre de 1936 con más prisa que otra cosa del
Valle del Tiétar por un fundado temor a las represalias, o quizá por el deseo de encuadrarse en el Ejército
Popular de la República
para continuar la lucha. Por eso, poco más de un año después, se vio
contribuyendo con su lucha a que se
retirara por primera y única vez el ejército nacional de una capital de provincia:
Teruel. Él fue de los primeros que entró, caviloso, oliendo la pólvora
reciente y escuchando esporádicos tiros.
Antes de que se asentara la situación militar, los cuatro de avanzadilla que le acompañaban, vieron un
banco con la puerta reventada por una granada de mortero y, rápidos de reflejos, terminaron de tumbarla.
Siguieron dándose prisa en violentar cerraduras y cajas fuertes, buscando y al
final, hallando, ese género con el que suelen comerciar los bancos. Registraron ávidamente, hasta que
sintieron llegar el grueso de la autoridad republicana de ocupación que se
estaba haciendo cargo del orden y también del dinero de los bancos. Les había dado tiempo tiempo a sacarse escondidos algunos fajos entre la guerrera. La cantidad se contó esa misma noche: había
25.250 pesetas, que se repartieron igualitariamente. El piedralaveño y un
camarada de Madrid escogieron y se quedaron con su parte en billetes más
nuevos, sin saber entonces nadie que eran series emitidas por el gobierno de
Franco en Burgos, mientras que los otros
tres, que eran del mismo pueblo, Linares de Jaén, se quedaron con su parte en
los billetes un poco más viejos. Cada cual los llevó, bien pegados al cuerpo, por
diferentes frentes, hasta la rendición de 1939. Un jienense murió luchando en
Vall d’Uxó y el madrileño fue fusilado
en las tapias del cementerio de la Almudena. Pero los otros dos linarenses, enseguida
de salir de la cárcel habían comprobado
que Franco había suprimido el valor de cambio de determinadas series
republicanas, es decir, de su dinero.
Los dos republicanos de Linares buscaron primero al madrileño y averiguaron
que, desde 1941, cinco mil cincuenta pesetas buenas ya no se podían pedir por allí.
Pero quedaba Piedralaves. Y B. -creían ellos-
no se lo podía negar: todos habían sido camaradas, habían sufrido y perdido la
misma guerra, habían delinquido juntos en aquel banco, se habían salvado la vida
en varias ocasiones, no era justo
que después de compartir aquel
arriesgado negocio, ahora uno fuera muy rico y los demás igual de pobres. Esa
cantidad repartida entre tres daba para un comienzo digno de nueva vida. Los de Linares trajeron su parte del
dinero para demostrar que no habían podido gastarlo, como argumento para hacer un nuevo reparto.
Pero B. tuvo la suerte de estar acompañado
por su hermano, ya que al recibir la
visita estaban los dos partiendo leña para el invierno de su anciana madre. Y
dos hombres, con un hacha en la mano cada uno, tienen un argumento bastante
sólido para invocar a Santa Rita, lo que da no se quita y lo hecho, hecho está:
aquel reparto se hizo y aquellos billetes estuvieron pegados a su cuerpo
piedralaveño otros dos años más; así que eran suyos. Además, B. alegó el gran
riesgo que corrió de que le hubieran podido pillar dinero fascista en una
faltriquera cosida al lado del corazón. El piedralaveño y su hermano tuvieron
toda la conversación alzadas las hachas; así a los visitantes no se les pudo ocurrir amenazar y levantar otra cosa que la voz. Los antiguos camaradas se volvieron con el rabo
entre las piernas. Y al no haber sido una visita deseada, ni siquiera B. les
dio dinero para el taxi.
Quizá por no tener ya más problemas con
aquellos papeles, más bien para poner en evidencia al enriquecido nuevo en su
pueblo, los tiraron por el puente al agua.
Sólo los que vivieron aquellos tiempos de penuria pueden imaginar el afán con el que algunos pedralaveños intentarían pescarlos, ignorantes de que los billetes eran vanos.
Sólo los que vivieron aquellos tiempos de penuria pueden imaginar el afán con el que algunos pedralaveños intentarían pescarlos, ignorantes de que los billetes eran vanos.
Porque no podía ser cierto, contaba al final
de sus días Tío Jacinto mostrando su descrédito sobre la justicia divina, que
cayera algo del cielo a Piedralaves, ni siquiera en compensación por haber hecho tragar tanta
desgracia.
¡Vaya historia! Y pobrecillos, los de Linares.
ResponderEliminarQue no hubieran dejao matar a Manolete en su plaza de toros. Aunque creo que eso ocurrió después.
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