Fue en
Cáceres, el año 2003. Salí a comer mi bocadillo de veinte minutos a un parque y vi esto. Después lo escribí:
Hoy he visto a
un Héroe. Era un hombre mayor de setenta años el que se acomodó frente a mí en
un banco del parque. Atendía con cariño a su niña de cincuenta, aunque yo no sé
calibrar bien la edad de las niñas eternas. La llevaba bien vestida, puede que
un poco juvenil para sus aparentes tantos años, y quizá demasiado poco infantil
para su edad mental, pero ¿cómo será perder el tiempo mirando escaparates y
probando ropas que resultarán irremisiblemente grotescas?, ¿cómo presupuestar
dinero buscando el diseño, la calidad, en un ropaje poco lucido?. Acaso ella en
su infantilidad se sentirá más guapa con esta indumentaria corroborando su
propio criterio estético infantil, o
aceptará cualquier ropa como un regalo, sin importarle cómo es, junto a
los otros amorosos desvelos de este padre a deshoras, prorrogado en pepetuo
celador.
Sentado
con ella en un claro del parque al bienvenido sol de otoño, el héroe no regatea
alborozo en sus expresiones de acompañamiento a la alegría que muestra su niña grande por la bendición de este calorcillo reaparecido tras cuatro días de lluvia.
Con sus ojos rasgados, la chica
quiso tanto llenarse de sol que la visión del astro le devolvió un estornudo
placentero, pero inundado de mocos. Y sonrió como si hubiera hecho una gracia. Y el
héroe le quitó los mocos con la misma paciencia y la misma marca de pañuelos
desechables con la que yo se los retiro a mi bella Natalia de tres años.
Y desde entonces no puedo evitar pensar si este héroe se habrá comido siempre, sin asco
ninguno, las sobras de su niña, como yo las de la mía, y
si elegirá con el mismo esmero que yo, las más sabrosas frutas, las más jugosas
carnes, y la leche de más garantía, para que crezca con lo mejor que pueda
darle.
Cuando
la vida decida no prolongar más la energía del héroe seguro que se irá con
la certeza de que nadie, por ningún precio, repetirá estos amorosos
cuidados, ni tampoco acompañará esperanzado recreándose en mínimos detalles de felicidad y cariño, los gestos de la nena, ni buscará una brizna
de luz de familia, de orgullo de ser, de esa pequeña isla de amor que los demás no comprenden. El héroe agonizará lucubrando qué hará la niña, huérfana y sola, en su inmediato entierro; si será
consciente de que él no volverá más, o si sólo le llorará por imitación a esos
allegados, que arreciarán su llanto más inconsolable contemplando el
destino de la pobre desamparada, o quizá, aún más: acordándose de la malograda vida del pobre cuerpo presente al que tocó esta suerte.
Él está sufriendo en vida el pesar, la desazón duradera más allá de la muerte por la responsabilidad que contrajo el
aciago día del nacimiento, y lo disimula sólo para ella. Tampoco ha podido nunca desahogarse con grito,
porque ella es inocente, y contra los inocentes sólo cabe la abnegación: todo
lo demás sería una pura crueldad.
Y
el héroe, devolviendo sonrisas, aguanta su grito, porque con un injusticiado en
la familia ya es bastante.
Tengo en mi familia cercana una madre que lidia con un caso como este. Un día mirándola interactuar con su hija (mi ahijada) comprendí el significado de la palabra abnegación. Cuan dichoso somos los que tenemos hijos saludables y en ocasiones no nos percatamos de ello. Magnifico escrito.
ResponderEliminarGracias Miguel, afortunadamente comparto tu suerte. Para mí uno de los cuestionamientos más graves a que pudiera existir un dios bueno, es que se permita ese cromosoma de más que estropea las vidas.
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