EL
SITIO
No creo
que durmiera bien. Ya no lo recuerdo, pero seguramente dormí mal. Han sido
muchas noches de inquietud y ya no sé discernir cuáles han sido más
intranquilas. Soy muy responsable y me es fácil sentir culpas, aunque no sean
mías, y lo pago en sueño.
El
primer día llegué pronto, sobre las ocho y cuarto, sólo estaba un compañero
madrugador, que ya me advirtió, confirmando mi impresión telefónica, de la
jefa-secretaria. Fueron apareciendo compañeros: me preguntaban dónde había
trabajado, de dónde era, a quién conocía y cosas así. Me empezaron a mostrar
como empezar a ventilar las tareas que había encima de la mesa y me ocupé,
atropelladamente, como pasa siempre, de
ir conociendo aspectos de mi trabajo. En mi acoplamiento tenían que facilitarme
claves del ordenador, los vericuetos del programa informático, darme de alta en
una cosa que se llama Lexnet, solicitar de la Fábrica Nacional de Moneda y
Timbre una tarjeta personal con microchip, enseñarme las cosas que no había que
usar del programa, de otra aplicación informática que se llama E-Fidelius y que es para reservar las salas
de los juicios que fuera señalando, de
cómo realizar embargos telemáticos, averiguaciones domiciliarias
integrales, entrar en Hacienda para
retener devoluciones tributarias, en la Seguridad Social para buscar
situaciones laborales o de pensiones, de cómo importar documentos del escáner
comunitario... todo con sus procedimientos, escapes, intros, dobles click de
ratón, más trucos para atajar y claves propias. Para todo esto, estaba
dispuesto que vendría una informática profesional, que se sentaría a mi lado y
me instruiría a fin de no coger los vicios y los atajos que los compañeros
hacían en el programa. El protocolo era
que es mejor aprenderlo todo con una experta informática, -que para eso
está-, que me debía asistir y presenciar cómo ejecutaba mis primeras gestiones
complicadas. El problema de la instructora informática era que venía poco, y
cuando lo hacía, siempre estaba solicitadísima para solucionar o ser consultada
por la secretaria que, como tiene unos seis o siete años más que yo, es
manifiestamente torpe con las nuevas tecnologías.
La
informática es llamativa: parece una japonesa de los comic “manga” aunque es
alta y espigada, se calza con elevados tacones que acentúan una
desproporción desequilibrante. Creo que es miope. El cristal de las gruesas
gafas que lleva, agranda sus ojos hasta asimilarlos a aquellas japonesas
transformadas. A esto le une un pelo lacio,
y que casi siempre la he visto con colores negros. No sólo sabe de
informática, también sabe de derecho y no es nada tonta. Que una mujer se
siente a mi derecha, más en días de tensión,
hace que tenga yo una sospechosa humedad fluyente en mi sobaco; entonces
trato de asfixiar la sensación y limito
la movilidad de mi antebrazo para encerrar al monstruo. La situación se agrava
cuando uno tropieza con el ratón y la aplicación informática no entra donde
debe, y
uno se siente torpe y que manifiestamente no sabe todo lo que, por edad
y experiencia debía saber, ni de informática, ni de derecho. Todo eso se
acentúa con los movimientos de trilero que hacen todos los profesionales de la
materia con el ratón o con las teclas de función, mientras te dicen que “esto
es muy importante, apúntatelo”.
Ocurre
que en todo el edificio de juzgados hay más de cien ordenadores y tienden al infinito los problemas que pueden
ocasionar, con lo que muy frecuentemente suena el teléfono móvil de la chica,
que se levanta y dando pasos aclara conceptos maternalmente mientras mira al
suelo y yo espero. En ocasiones tiene que marcharse interrumpiendo mi
instrucción para desatascar o restablecer conexiones. La chica siempre prometía
que vendrá pasado mañana para ver mis progresos y ensayar una cosa nueva, por
no aturullarme. Pero nunca lo cumplía y yo he terminado resolviendo, con ayuda
de los compañeros, la mayoría de las cosas.
En
aquellos momentos iniciales yo columbré que la moza informática tenía, por eso
de que le solucionaba problemas, mucho
ascendiente sobre la secretaria-jefa, y suponía que ésta le preguntaría si yo
era inteligente y capaz, por lo que, angustiosamente, me interesaba ofrecer
la mejor imagen de mí, para que se la
trasladara a ella, así que el sobaco acusaba redobladamente esta tensión.
A todo
esto: el trabajo hay que intentar sacarlo adelante. Esto no era posible para mí
aunque siempre hacía algunas cosas, pero al principio, el grueso del trabajo
que me correspondería fue repartido entre mis compañeros, que de unas manera o
de otras, me lo hacían saber, de vez en cuando me decían “ya te he hecho eso,
apúntatelo, ahora no tienes más qué... cuando venga...” Y yo decía que sí a
todo.
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