Ahora
estoy leyendo Contra viento y marea (III) una colección de escritos que
van desde 1964 a 1988 de Mario Vargas Llosa. No puedo evitar la sensación de
estar poniendo “cuernos” intelectuales a Silvio Rodríguez, al entregarme a esta
lectura. El sentimiento es una estupidez; claro, no tanto para quien leyera mi
blog en diciembre de 2010, pero es real. Desde que tuve aquella historia que,
con toda justicia, no es importante para nadie más que para mí, he leído al
peruano con más empeño y disfrute, afianzándome en mi decisión, como mirando
con tozudez desdeñosa a un celoso Silvio mientras hacía míos los pensamientos y
raciocinios del gran Mario, el indiscutible campeón del liberalismo en América
Latina.
Yo no
soy liberal, soy socialdemócrata, pero no empece nada, sino todo lo contrario,
para disfrutar de la prosa y los argumentos, siempre razonados, siempre
convincentes del peruano-español.
Os he
dado cuenta de mi lectura de La Fiesta del Chivo, de Historia de
Mayta..., no sé si escribí algo de La ciudad y los Perros, pero
también la leí después de aquello y me gustó tanto como la película de
Lombardi, estupenda a pesar de recortar parte de la novela.
Hoy
estoy leyendo este libro de cortos y larguísimos artículos, envidio esa vida
cosmopolita y siempre atenta, de cronopio. Pero el libro está
cuasimonopolizado por un relato
multiplicado por informe, que enseñó mucho a Mario, (aparte de darle esos
quebraderos de cabeza que nunca le faltan por su pensar independiente), y ocasión
de mostrar su faceta de fino polemista, allá donde le pincharon. Se trata del
asesinato de ocho periodistas, a principios de los 80, en el páramo andino de
Uchuraccay, en el contexto del auge terrorista de Sendero Luminoso y la réplica
de los contra- paramilitares, que allí se llamaban “sinchis”.
Al
final, para Vargas Llosa, que resultó
ser miembro y cabeza, por su nombre, por su oficio de redactor del informe y
prestigio -entonces ya global-, de una comisión que acudió a la bastante
inaccesible zona, para investigarlo
entrevistando a la comunidad
implicada, resultó que su literatura se había puesto en pie; y me
explico:
La
última novela que había escrito Vargas Llosa era La Guerra del Fin del Mundo,
que es un “remake” de otras obras brasileñas que hicieron la crónica de una
batalla de la engreída modernidad contra la bruta ancestralidad en el pueblo de
Canudos. (El libro es prodigioso, no sé por qué no corro ahora mismo a
releerlo).
Se
trató en los sucesos de Uchuraccay de lo mismo que en Canudos, de un abismo
antropológico, del resurgimiento de una fuerza desesperada y violenta de unas
comunidades que no otra tienen respuesta frente a una agresión que no
entienden, que la extrema violencia, “poniendo toda la carne en el asador”
frente a unos agresores, la modernidad, que tampoco les entienden. Los atávicos
tratan a todos los modernos por igual, matándolos. En este caso, la comunidad
indígena mató a ocho periodistas creyendo que eran un grupo de Sendero Luminoso
que venía a agredirles.
A
Vargas Llosa le toca investigar esto y se encuentra con su Guerra del fin del
Mundo, ocurrida cien años después, en su propio país, y le es encomendada la
obligación moral, a él como intelectual comprometido, de hacer una
investigación independiente, que lavara la cara del recién estrenado régimen
democrático peruano.
Y su
interpretación de lo que ve y oye, exonerando a los paramilitares del gobierno, no gusta en muchos ámbitos, porque
va contra el mito rousseauniano del buen salvaje y, sobre todo, contra las
ideas preconcebidas de Europa sobre Latinoamérica, incluidas las del periódico
conservador The Times.
La
cuestión quizá está en si quien organizó
la comisión, poniendo en su cabeza a Vargas Llosa, pensó que el resultado
que más le interesaba era el que había
narrado recientemente el peruano más famoso, una actualización de La guerra
del fin del Mundo, pero no creo que nadie, en ningún momento, pueda dudar de la racionalidad y el
trabajo dedicado intensamente de este gran genio del idioma.
Otro de
los aspectos que diferencian al Gran Mario del Gran Silvio, es el
sentido del humor, que exhibe porque puede exhibir el narrador, mientras se le
cuela la realidad grotesca entre la
racionalidad y la observación; frente al lírico que crea obras cuasi religiosas
en las que entrega y absorbe el amor de sus entregados, en una suerte de
follamiento gozoso con nosotros su público –su púbico-, que le alienta, y que
le permite seguir siendo (preponderamente) aquél adolescente, aquel unicornio,
aunque esté llegando a los 70 años.
Vargas
Llosa también es invitado a pasearse por la revolución sandinista en 1985, y no
la trata tan mal como de su pluma cabría esperar, aunque seguro que para muchos
lo hace como un reaccionario. La revolución sandinista, el antisomocismo, los
contras y Reagan, la rebelión de los indios Misquitos (algo parecido a
Uchuraccay), me hacen viejo. Me llevan al recuerdo de la depresión que me pillé
cuando en las primeras elecciones con garantías democráticas que convocó el sandinismo ganó una señora
llamada Violeta Cahamorro, tan espontánea, campechana e inculta como la
madrileña Esperanza Aguirre. Fue una decepción en toda regla, quizá el
principio del fin de la historia de Fukuyama, aunque luego la reiniciaría Bin
Laden, y burla, burlando ahora estamos en otras tantas encrucijadas.
Y
Vargas Llosa seguirá opinando, (y yo leyéndole atrasado).
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