Estoy acabando de leer El Viento de la
Luna de Antonio Muñoz Molina, y me lleva ahora de su mano de niño entrando
en la adolescencia. Como es más bajito, los edificios y las calles son más
grandes, los veo mejor, me impresionan más. Más que en El Jinete Polaco,
mi primera visita consciente, cuando Antonio me llevó entre los finales de su
instituto y los veinticinco años; todo más desubicado, etílico, incierto,
encrucijado, como es el despertar a la vida adulta.
Entre medias fuimos a Úbeda la real,
la de la muerte de san Juan de la Cruz, la del lejano nacimiento de Joaquín
Sabina, la del arquitecto Vandelvira, la de los conventos, la de los olivares y
la Sierra Mágina “los cerros de Úbeda”, donde se pierde a flotar la vista
impresionista de quien se asome.
Es un placer volver a asomarme a las ahora
más dibujadas calles de Úbeda-Mágina, cuando han sido ya de mis pies, de mi
cámara de fotos, de mi familia. De nuestras tres noches de camping, prolongadas
una más. El encargado me dijo que no es que venga mucha gente, pero la mayoría
terminan prolongando un día o un par de días más. Era cierto: lo veíamos en las
caras de unos alemanes y de unos suizos compañeros de aquel camping en las
afueras, (también de despertares de un maldito gallo madrugador, “jodio
pavaroti” le llamaba yo) y de ojos deslumbrados, cuando nos encontrábamos con
ellos en la plena monumentalidad.
Ahora yo, leyendo El viento de la luna,
siento el pasear por sus calles más familiar, y recuerdo el anochecer y las
luces que se encendían y el recreo en la plaza de San Lorenzo sentados frente a
aquella grotesca fachada testigo de los juegos de Antoñito Muñoz Molina. En
este libro conozco mejor a su familia y a sus vecinos, y los caminos que le llevaban
y traían porque a nosotros nos llevaron y nos trajeron otra vez, el día de
propina que nos dimos sólo para repasar
y paladear.
Ya lo he escrito: siendo yo tan viejo parezco
un poco tonto, idolatrando tanto a un hombre vivo, que no es superdotado como
Paco de Lucía o Silvio Rodríguez; y que le admiro porque ha escrito cosas que
yo hubiera podido perfectamente vivir y también escribir, un tipo corriente,
degustador del habla popular de nuestros mayores, y con una capacidad de
observación tan perspicaz como otra cualquiera, o sólo un poco más. Necesito
decirme que no es para tanto, y que me parece más brillante la escritura de
Luis Landero (pero ya no lo sé, hoy Muñoz Molina me llega más, al hacer
inmersión en su memoria encuentro la mía mejor que en la de Landero).
Memoria: también sale su memoria de la guerra
civil y resulta calcada a la que yo he descubierto en el Barranco. Con sus
matices, eso sí. Cada español consciente, nacido en el siglo XX, debería
encontrar su pieza de puzzle, que la tiene. Como no todos lo hacen, a los
iniciados se nos apodera una voracidad por llenar los huecos que otros no
hicieron el esfuerzo por ocupar.
No sé si escribí en otros momentos, que no
quise ver imágenes fotográficas de Úbeda antes de ir allí, quería mis ojos vírgenes,
y juro que fue inolvidable desvirgarlos frente a sus piedras soleadas.
Pero hoy da tanto gusto ir de la manita de
Antonio Muñoz Molina por su pueblo, por la puerta de Granada y los pilones
donde lavaba la ropa aquella gitana rubia mientras él pasaba montado en el mulo
de su padre, que ahora se me vienen las piedras de verdad como si hubiera
estado yo con él allí mismo, en aquel momento.
Esto es lo recreativo de la literatura. Yo
también soy un artista leyendo.
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