No el de los sentimientos, por lo menos en mi
caso. En las noticias he visto y oído al político venezolano Nicolás Maduro
vociferar su dolor, como una –para mí- falsa plañidera, absolutamente
sobreactuado, que sólo mueve a risa.
Claro que no me he tragado todo el contexto
de la muerte y divinización de Chávez. Pudiera ser que fuera un clímax lógico
conclusivo dentro de una preparación de discurso y sentimientos, aunque para mí
lo dudo mucho.
Nunca entendí al viril personaje objeto
de la pompa fúnebre: gran comprador de armas en el mercado mundial, fanfarrón
en sus discursos, que a mí me parecían no argumentos sino guiños hacia sus
incondicionales (que ellos habrán entendido como inteligentes). A mí no me
interesó, siempre me produjo un rechazo “formal” y, si tenía algún mensaje que
me hubiera podido llegar, no lo he captado, por desconsideración, por desprecio
-en el sentido más literal de “no aprecio”-.
En algún momento me ha podido seducir la
dicción y el argumento de otros líderes latinoamericanos, aunque tampoco
estuviera de acuerdo con ellos. En ese continente hay muchos maestros de la
palabra, actores, literatos, políticos, cantantes..., pero, por ejemplo,
tampoco entendí por qué votaban a Ménem, siendo tan patán con nuestro idioma,
del que precisamente los argentinos son los mayores virtuosos.
El ejemplo contrario de Nicolás Maduro, la
claridad del contenido, la emoción verdadera, yo lo encuentro en Salvador Allende, magnífico
discurso, extraordinaria dicción, hondo mensaje(1). Ése sí es mi idioma.
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