Estoy
apuntado a un curso de horticultura ecológica. Si las cosas vienen muy mal
dadas, a mi alrededor tengo huertas que cultivar; pero antes necesito aprender,
no sea que algún día haya que luchar desde
la trinchera de la supervivencia.
El
curso me está alumbrando algunas realidades: las semillas ancestrales son
importantes y es inteligente no perderlas. Parece una cuestión folclórica, pero
también es de pura lógica.
Las
semillas que los hortelanos han sembrado a lo largo de muchos años, dejado
semillar y vuelto a sembrar, son las que
mejor se adaptan a los nutrientes del terreno, algo mejor que las que vienen
envasadas en cómodos sobres que son diseñadas para todo el mercado nacional.
Las autóctonas son también las que soportan con menos daño a los insectos, hongos y
otras plagas del terreno. Además, suelen dar frutos más sabrosos, aunque no son
tan “comerciales” como los que compramos en las fruterías autoservicio.
En
estos establecimientos uno compra mayormente con la vista y algo con el tacto. Lo que
elegimos es un ejército nazi de frutas
iguales pasando revista ante nuestros ojos. El sabor a la hora de comprar ya
importa menos. Las empresas que producen esos alimentos lo único que quieren es
vender, y el negocio funciona: los consumidores nos engañamos con la apariencia
y terminamos por olvidarnos de los sabores que conocimos, pensando que con el
tiempo todo ha cambiado, que hemos perdido el paladar, y que las cosas “son así”.
Reflexionemos sobre la escasa afición de nuestros hijos a la fruta: también puede ser porque no sabe tan rica como la que
comimos en nuestra niñez.
La
agricultura moderna, hija de la llamada
revolución verde, se basa en buscar artificialmente las condiciones para
producir mucho, homogéneo, con buena presencia, y también con una maduración
sincronizada para optimizar los jornales de la recogida. Para lograr este
fin se invierte dinero en fertilizantes químicos, que desequilibran y dañan la
estructura biológica de la tierra, y las plagas se combaten con química arrasadora, con lo
que se eliminan todas las ayudas que naturalmente nos concede el terreno y sus
pequeños habitantes. Frente a aquello, la ecología propone abonos naturales, rotaciones
de cultivos, asociaciones de plantas y conservar una biodiversidad de insectos o de
pájaros que nos ayuden a cultivar las plagas. Por ejemplo: son muy interesantes
las larvas de un insecto llamado crisopa, igual que las larvas de la mariquita
de ocho puntos, por la cantidad de pulgón que devoran. Hay hongos que se llaman
micorrizas que son antibióticos naturales. Sembrando habas debajo de
un frutal, los pulgones no son tan problemáticos. Plantando una berenjena al
lado de nuestras patatas, hacemos que los escarabajos se ceben con ella, porque
para ellos es una golosina: así nos dejan en paz las patatas y además podemos
aplastarlos aprovechando que se nos han juntado en un breve espacio.
Si
echamos pesticidas, herbicidas insecticidas y fertilizantes químicos, no sólo
podemos atentar contra nuestra salud, también exterminamos a nuestra fauna
amiga, con ellos también caen los pájaros insectívoros y las abejas.
Hay
gentes que conservan las semillas y las reproducen para que, como el folclore
no se nos olviden. Pero como el folclore, tienen un seguimiento minoritario y
en vías de extinción.
Si tengo ocasión, lucharé por conservar nuestras raíces.
PD os pongo el enlace de los que me están dando el curso
http://www.centrozahoz.org/node/14PD os pongo el enlace de los que me están dando el curso
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