El mus es un juego en el que una pareja trata de impresionar a otra sobre su poderío para llevarse el tesoro que hay sobre la mesa. Se puede y se debe mentir en esos momentos. El poder real se comprueba cuando se vuelven las cartas y se confrontan inequívocamente. En ese momento de la verdad quienes se apuntan los tantos disfrutan del rédito de haber asustado a quien tenía mejores cartas, o de haberles hecho empeñarse en un envite importante, cuando se tiene una jugada ganadora.
El mus es una buena enseñanza para la vida: un jugador tiene que ser responsable de cortar el juego, de sus apuestas, de sus mentiras, de sus querencias, empecinamientos y locuras. No es sólo aprender un cálculo de probabilidades; cuando se muestran las cartas, uno aprende a respetar al contrario, aprende actitudes y mañas de los compañeros y de los adversarios, aprende a no ser impaciente, a ceder una pequeña batalla para emboscarse y ganar la guerra... Y el jugador acentúa su responsabilidad también de poder hundir al compañero que depende de él. En la vida real dependemos de muchos, y muchos dependen de nosotros; eso hay que aprenderlo.
No concibo momento mejor para descubrir el mus que tener 18 años y compartir un piso de estudiantes en la Salamanca de 1982. Porque no poseíamos televisión, y sí tiempo libre, necesidad de expresarnos y afirmarnos como hombres. A través de nuestros envites ejercitábamos nuestra sagacidad e inteligencia, pero también nuestra hombría y testosterona: podíamos dar voces en casa, decir tacos, fumar y beber, apostando la honra de ganar o unos cafés o copas en el bar de la esquina.
El mejor momento del mus era, después de vencer una partida reñida, ver como los contrarios tenían que pedir la cuenta o levantarse a pagar al camarero. En esos instantes los hombres mayores que jugaban la partida en aquel bar veían de reojo quienes éramos los ganadores, sentados exultantemente como señores.
Dudo que ahora se juegue al mus tanto como en aquellos tiempos. Existen múltiples -y asequibles- elementos para distraerse, sin necesidad de esa confrontación de cuatro personas. Quien no lo conoció no sabe lo que se perdió.
Yo estudiaba Derecho, y en esa facultad, la más masificada de Salamanca, el mus florecía de un modo especial. Los abogados parece que gozan engañando e impresionando; es más propio el mus para un picapleitos que para un filólogo, un médico, un químico... En mi sexto año en Salamanca, (debería haber hecho la carrera en cinco) tuve un gran compañero de mus, Rafael Galán Velayos, y conseguimos el triunfo de nuestra vida universitaria: ganar el campeonato de mus de la fiesta de la Facultad de Derecho. Aquello fue verdaderamente importante: comenzamos 48 parejas y nosotros quedamos por encima de todas. Nos hacíamos llamar "Jalisco y Molina" en homenaje a dos personajes de nuestro pueblo: Cardeñosa.
¿Mereció la pena repetir curso por conseguir aquella gloria? Niego la mayor, porque yo nunca repetí curso. Salamanca me enseñó mucho en todos los años que estuve: primero la libertad, la administración de mi dinero, la convivencia con personas (que no eran la familia a quien había que aguantar siempre y siempre te tenían que aguantar), el jazz, el cine, el cine clásico, la cocina, la higiene, el baloncesto, el tabaco, el alcohol, mi novia y el noviazgo, el sexo y los sustos, la soledad, el esfuerzo final para acabar, y muchas vidas que vi vivir -y algunas morir- allí en aquel marco incomparable que muchas veces visito y respiro sus recuerdos en el comedor universitario, en las calles, en el río y sus puentes y en la vida que renace cada octubre con nuevos estudiantes que encuentran la libertad para aprender esa hermosa ciudad.
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