No he comunicado a mi respetable audiencia el hecho de que desde hace 2 semanas formo parte de la Coral de Béjar. Soy tenor. Como carezco de experiencia y tampoco sé leer una partitura en condiciones, tardaré en debutar un par de meses, por lo menos. La directora para los ensayos me ha asignado como una especie de tutora: una señora muy amable, con un acento extranjero, que no terminaba yo de identificar; es muy alta y canta en inglés con mucho fundamento. Me corrige y me ayuda. Ayer, me preguntó de dónde era yo, y al repreguntarle, ella me dijo: “soy croata”. Le dije que hace más de veinte años admiré mucho a un croata: Drazen Petrovic. Me preguntó ¿le conosciste?
Fue parte de mi vida. Después del desastre del mundial de fútbol España 82, hubo una depresión de ese deporte-rey, y por alguna teoría de Arquímedes vino el baloncesto a ocupar el espacio desalojado, sobre todo, a partir de las olimpiadas de Los Ángeles. Allí trasnochando, vi por primera vez a Petrovic, un muchacho a quien mis amigos y yo bautizamos como “el cínico” por su gestualidad, ¿quién es ese enano (medía 1,96) que se las da de líder en Yugoslavia? Pero perdió –quizás lloró- contra España, frente a Corbalán, Iturriaga, Arecega, Romay, Epi, Martin, Solozábal...
Bien caro lo haría pagar: al año siguiente con su equipo, la Cibona de Zagreb, humilló al Real Madrid en las dos eliminatorias. Decían los madridistas: nos sorprendió, fue suerte, los árbitros, las provocaciones, nos pilló desprevenidos, se confiaron... un equipo de la solera del Real Madrid... con tantos campeones olímpicos, y Brad Branson, y Wayne Robinson con esa solvencia y buen hacer. En la final de Atenas sería la revancha.
Nada de eso, todas las defensas individuales y mixtas que intentaron contra él, las burló, además sacaba la lengua, tenía unos cambios de ritmo prodigiosos, unos frenazos, unas fintas, ese segundo de más de suspensión en el aire que tienen los superdotados, y un disparo maravilloso, y si le cubrían tres del Madrid se sacaba una asistencia y canasta de Andro Knego o de Nakic, o de Cutura, o de Cveticanin, o de su hermano Alexander. Yo disfruté. Me acabo de dar cuenta de que si ahora puedo decir estos nombres de memoria es porque desde entonces mi equipo de baloncesto fue la Cibona de Zagreb. ¿Para qué iba a sufrir yo por el Real Madrid, un equipo cuya forma de ser y prepotentes seguidores siempre me han sido antipáticos?.
El año siguiente el Madrid se había reforzado más, y vino otra vez el Cibona a jugar al Palacio de Deportes del Real Madrid. Recuerdo haberlo visto en el piso alquilado de mi amigo Luis, en la calle Palominos de Salamanca. En aquella habitación, con una preciada televisión de 14 pulgadas, todos contra mí, todos contra él..., y volvimos a arrasar. La misma proporción de miradas asesinas que recibió Petrovic en aquel pabellón, recibí yo en aquella habitación. Me compré esa semana la revista de Gigantes del Basket para tener su poster; todavía lo conservo. Ese año creo que la Cibona y el Zalguiris de Kaunas jugaron la final.
Recuerdo los años de Salamanca como muy baloncestísticos para España y para mí, que sin fundamentos (nunca había jugado), y ya con más de veinte años. aprendí a hacer entradas a canasta, a ganar la posición bajo el aro y a tirar “de tres”. Mi novia también jugaba al baloncesto.
Al año siguiente, el Real Madrid, apeándose definitivamente de su señorío, decidió comprar a Drazen para que no los humillara más. Fue uno de los primeros deportistas importantes del Este, aunque Yugoslavia no era muy del Este, que vino a un equipo occidental, capitalista. Recuerdo que Petrovic aquí ya reivindicaba su nación croata, y también que se compró un Porsche amarillo.
Ya la cosa no tuvo tanto encanto, yo seguí jugando al baloncesto, luego él se fue a la NBA, (dio otra espantada y dejó tirado al Real Madrid). En la NBA le seguí mucho menos. Un mal día de los años noventa, ya estábamos en la guerra de Bosnia, Drazen Petrovic alquiló un coche para ir de Alemania a Croacia y otro que conducía, o un vehículo en sentido contrario, chocaron y murió. Me viene a la mente su pelo rizado, su delgadez, (luego en la NBA le hicieron coger más músculo) su instinto ganador, su perfeccionismo, lo que yo nunca he tenido.
-Pues claro que le conocí. Era del 64, como yo; fue como mi negativo fotográfico en triunfador, en malvado, en constante..; aunque no me le imagino con 47 años.
Eso es porque su tragedia fue para él, como para Marylin Monroe, la cristalización en mito definitivo. Me gustaría volver a ver aquellos partidos.
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