Viví en un pueblo hasta los 13 años y siempre me recuerdo con perros. Me acuerdo de Cristi, una perra mezcla con galgo cuyas carreras por el campo me hacían gozar a mis 12 años. Estaba siempre suelta, vivía en nuestro pajar y se alimentaba de sobras de comida y de lo que pillara por ahí.
Creo que Cristi era feliz, no como los pobres perros ciudadanos de hoy, que esperan a sus dueños aguantando el pis y la caca, para que les lleven a un parque veinte minutos y volver a la cárcel (dorada, pero cárcel).
Por eso pensé que nunca tendría una mascota. Hasta ahora era fiel al recuerdo de Cristi de la sencillez y de la libertad.
Pero un buen día se me ocurrió adoptar un gatito: ahora sus gaterías me conmueven, sus gestos de cariño rozante a mis pies, su ronroneo cuando le acaricio, y esas miradas melancólicas que gasta a veces. También me estremecen sus maullidos infantiles cuando me siente al otro lado de la puerta.
Seguiré criticando a quienes los besan en la boca, los consideran familia, los visten o les dan caros caprichos humanos que los animales no aprecian.
Pero no voy a cometer la soberbia de sentirme superior a los que aman. Creo que, aunque el gatito me quiere mucho más que yo a él, algo le correspondo, he de reconocerlo. https://www.youtube.com/watch?v=xOXa0vj4OQw
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