A mí me
gusta el gazpacho, ese plato frío español que tiene pepino, pimiento,
tomate, cebolla, pan, pimentón, vinagre y agua fresca; y me gusta en trozos, no
molido, como lo venden ahora en tetrabrick.
Estamos teniendo mucha suerte estos meses en
Béjar con las actuaciones teatrales. Primero las Funamviolistas, tan generosas
como agradecidas, que me harán, el próximo lunes 26, ver por primera vez la
ceremonia de entrega de los premios “Max” de teatro, con la esperanza de verlas
agradecer el reconocimiento que merecen. Y ahora el espectáculo del pasado
sábado, llamado “La Gloria
de mi Mare”: una presentación de baile flamenco, acompañado de cante y toque,
pero con la vinagre y el pimentón de un humor hiperhistriónico, que pone un
contrapunto; se trata de un hombre disfrazado de mujerona, de madre
omnipresente, castradora; la que quiere proyectar sus frustraciones en su hija.
Pero la hija resulta ser una verdadera bailarina, completísima, aunque no
tenga la furia caballuna, ni el cuerpazo de otras, pero sí un rico sentido
rítmico y de la percusión, y de la tímbrica, que dialogaba un hermoso discurso
con una guitarra colorista, cristalina, muy dulce y clásica, también con los alardes estrictamente musicales de las
corcheas y no de las semifusas jazzísticas de Paco de Lucía y todos los
paqueros. Empezó con una guajira, delicada y como antigua, muy melódica y
dulzona. Pensé yo que el guitarrista podía ser más de Manolo Sanlúcar que de
Paco. Pero más tarde se oirían otros palos con retazos de Paco; inevitable su
huella en todo el toque actual y venidero, aunque aquí no apabullando con su sombra.
Gran guitarrista y mejor músico, eficaz y comedido, y además, con dotes
histriónicas, las apropiadas para el espectáculo. Raúl Cantizano es su nombre.
Pero la figura del espectáculo era de la
bailaora, delicada y elegante, muy bien vestida y mejor desnudada, (que fueron
un buen regalo final y oportuno, sus pechos),
de la niña prodigiosa que se va haciendo con el espectáculo a pesar de
las torpezas de su madre y de los celos de la mujer del guitarrista, (buena
cantaora, que hizo mal en no saludar singularmente al final para llevarse su
merecido peculio de aplausos) pero la “niña” nos colocó la elegancia y el
dominio de un buen puñado de bailes, de manera que el espectáculo “serio”
satisfizo nuestro paladar estético y, personalmente, me hizo amar este flamenco
y también entender las batas de cola, y las mantillas, blandidas con gracia y sin fatiga; mientras escuchaba su música de cámara de guitarra con las castañuelas, y otra
percusión de pequeños platillos metálicos que no sé como se llama, y el taconeo
fino sin necesidad de terremotos en las tablas.
Fue un menú degustación, que me removía la
idea de la hermosura de este mundo y me hizo soñar caminos que hubiera querido yo
transitar en vidas pasadas o futuras.
El acierto “para todos los públicos”, el
gancho, es que estaba sabiamente mezclado con el humor
gestual y monologuizado, (tan del gusto actual), con abundante morcilla y el
empecinado deseo del cómico mayor de hacer partirse de risa a sus compañeros.
(y lo consiguió, con el guitarrista al menos) Humor de tripas, para todos los
públicos.
Yo también me reí mucho y noté que me salía
risa inteligente, porque el espectáculo, en su conjunto, lo es. El tema sí era
manido, de astracán: la madre metomeentodo. Pero salí muy satisfecho con el
dinero y el tiempo invertido sobre todo por el arte flamenco que era el tuétano
del espectáculo, junto y a veces revuelto, pero no molido; y me acordé, viendo la media entrada, de
cuántos idiotas bejaranos se lo perdieron
porque estaban pendientes de “la Historia ”, de que el Atleti se jugaba la liga.
Pobres de ellos, que nunca sabrán lo nutritivo que es el gazpacho de flamenco y
humor. Yo salí enriquecido y con el prurito de reclamarme más tiempo en mi
vida para entender y paladear ese arte
tan nuestro.
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