Incluso a las personas con fuerte olor
personal, cual es mi caso, a veces se nos pega en la pituitaria un perfume de
dicha: el que nos da una impresión de amistad, de paisaje, de arte... Todavía
llevo yo el último del arte de The
Funamviolistas, desde el sábado.
Estuve el domingo por la mañana trabajando en
mi huerta, desde las ocho y media, con el presente de su fragancia, racionalmente pensaba en que mi vida sólo
puede atrapar las sensaciones como huevos de oro. Aunque también había momentos
en los que me decía que si me daba una vuelta y merodeaba por el hotel
principal de Béjar todavía podría ver a las gallinas prodigiosas dándose un
breve paseo o metiendo los instrumentos, o el equipaje, o en una furgoneta para
seguir funamvioleando por ahí.
No lo hice. Esta vez no; uno es demasiado
viejo y resultaría escandalosamente patético, a mis alturas, perseguir
veintipicoañeras, sólo por intentar sostener en el tiempo aquella sensación; ya me
sé el final del cuento de la gallina de los huevos de oro.
Además, desde que conocí a Silvio Rodríguez,
he decidido no conocer a nadie que no conozca bien.
Pero el caso es que yo quisiera ser ellas,
como he querido ser los Beatles, o los Messengers de Art Blakey, o los miembros de una coral
juvenil norteamericana que vi en Ávila, o los Mayalde o los Ron la-la: vivir dentro de la magia. Otros
se matan por tocar el manto de la Virgen del Rocío, y otros van a Tierra Santa
rodeados de seguridad antiterrorista, a ver iglesias que se construyeron quince siglos después
donde “la tradición” dijo que había vivido un nazareno; por último, otros van a pagar 300
euros por ver a considerable distancia a cuatro ancianos llamados Rolling
Stones…
A mí también me gusta acercarme lo más posible.
A mí también me gusta acercarme lo más posible.
Cuando a uno le sostienen el tiempo, -eso es
el arte-, se mece gozosamente en aquel sostenido, entonces “también” es artista
receptor. Y cuando acaba la función, aún uno no ha sido depositado en la tierra, todavía está eterizado y un
poquito eternizado: el arte detiene la vida para nosotros en una estación perdida de la infancia y uno quiere
permanecer, vivir allí, por eso quisiera ser ellos o ellas: tener el arte
conmigo. O en su defecto, asirlo. Pero no tengo tan mal carácter como un tal
Mark David Chapman.
Yo soy poco perfeccionista y quizá debiera
dejar fermentar más algunos de mis artículos; que recrezca la masa. El lunes
hubiera soltado el artículo, pero quería ponerle foto y no la había hecho, de
manera que lo di un par de vueltas más. Quedó bien. Se lo propuse al Facebook
de The Funamviolistas y, quizá, como estaba un poco mejor de lo que acostumbro, les
gustó y me respondieron cariñosamente, queriendo corresponderme con
invitaciones para una próxima función. Yo había recomendado a gente que les
fuera a ver a Peñaranda de Bracamonte, donde tocan esta tarde, y se me ocurrió que debería aceptar el
regalo y así regalar yo la obligación de que mis amistades no fallaran mi recomendación.
El resultado de esta correspondencia es que todavía vivo
en la nube, me he hecho un hueco en su facebook. No, no pueden ser unas
calculadoras que halagan mis halagos para mantener mi excitación y que yo siga halagándolas. Con mi escasa audiencia, mal cálculo si fuera así. Me reconocen
sinceramente, me agradecen, y yo sigo entontecido, y suelto excrecencias como
esta, por pura simpatía(1) musical, como un perpetuum mobile.
Sé que el tiempo pasará y necesitaré ducharme
o simplemente habrá soplado mucho viento a mi alrededor. También vendrán
otros olores a mí. Sé que recordaré que “algo” ¿eran tres chicas, no? me gustó mucho, pero se irá; la vida lo va
solapando todo, crece hierba, y musgo y líquenes, las frutas caen al suelo y se
pudren, y habrá nuevas primaveras floridas. Pero el olor todavía me dura
gracias a su agradecimiento y es un desperdicio que hoy yo no siga cerrando los
ojos e inhalando profundamente.
(1) las cuerdas vibran por simpatía cuando reconocen en el aire las notas en las que están afinadas.
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