sábado, 27 de julio de 2013

Un espectáculo ciudadano.


El jueves 11 de julio, con intención de asistir a la representación de La Dama Duende de Calderón de la Barca, pasamos la tarde en Salamanca.(1)

Hermosa la ciudad también cuando está viva, admirable y admirada; muy apreciada en el extranjero, lo que hace que Salamanca se quiera más a sí misma. Su narcisismo se nota hasta en los andares de mucha gente.

Andares estuve viendo, sentado en un banco de la peatonal calle Toro, mientras mis chicas entraban a probarse y comprarse ropas en las decenas de tiendas de moda que la pueblan, (en rebajas la abarrotan).

Uno, por inclinación, mira a las mujeres; más si son bonitas, mejor si llevan ropa elegante, mejor aún si es escasa o con transparencias; los andares son la medida dinámica del cuerpo humano.

A mis 48 años nada ajeno avaricio, simplemente contemplo y me deleito, y ya no discrimino, miro a todo el mundo, por qué no también a los hombres. Miro el todo porque un espectáculo caro y muy elaborado el que, variopinto y gratuito, se me ofrece.

Mujeres: de todos los tamaños y colores, multicolores ropas, variadas texturas, diferentes maneras de plantear o enmascarar su cuerpo. Algunas caminan falsamente despreocupadas, pero otras lo hacen realmente despreocupadas. Veo diversos pavoneos, pero mis ojos se quedan más en los culitos sueltos, en los culos que van tomando redondez con el bamboleo de una libertad que les ofrecen unas braguitas mínimas (o inexistentes, hay cosas que no se pueden verificar a simple vista) a libérrimos glúteos.
Son minoría, la mayor parte de los culos van algo sujetos. No sé si soy un culómano, alegaré que es el eje de los andares, la parte más fácil de mirar, y se puede hacer impunemente, la propietaria no capturará la fijación de los ojos, además, el andar muchas veces es musical. Hay andares silbarines como violines, lánguidos como violas, o nervudos como violoncellos, pero también muchos se sienten con una gravedad llenadora, como  contrabajos. A veces vienen rachas de culazos, algunos disimulados, otros indisimulables.
Me fijo en la actividad de las piernas, su morenez o palidez, sus principios celulíticos o su torneada musculatura. Admiro la tensión de los tendones, a veces terminados en elegantes sandalias, en zapatos de tacón alto, de equilibrio firme o precario; también  en zapatos bajos despreocupados de reforzar altura o  esbeltez. Muy variados: en media hora no pasó ningún calzado igual, y vi cientos, con sus correspondientes cientos de diferentes maneras de andar, contenidas o incontinentes,  estudiadas o despreocupadas, algunas parecían querer hollar el pavimento, o pasar cual bailarinas; otras que depositaban los pies en el suelo como si fueran flanes caídos de la mesa. Andares violentos, réplicas de sismo alrededor del cuerpo, otros de encogida rigidez corporal. Abundantes  andares de reojo, lo mismo que cientos de maneras de sentirse observadas.
Mujeres que entran y salen de las tiendas de moda con bolsas chic de propaganda de la franquicia, la mayoría de papel,   y una o varias prendas livianas, etéreas: estamos en las rebajas de verano.
Uñas pintadas muestran los calzados descubiertos, punto de fuga de tobillos, medias,  pieles con depilaciones dolorosas o rutinarias.
Algunas mujeres orientales de poca gracia y plano andar. Aunque también pululan otras muy estilizadas y robóticas: las jovencitas japonesas son el colmo de la definición estética.

Como tengo una hija adolescente, para no sentirme incestuoso casi prefiero admirar la madurez de muchas mujeres españolas; algunas muy elegantes, la mayoría, apoyadas, custodiadas por bolsos, imprescindibles complementos de arte y engaño de sus manos y su figura, cual capas de toreros.
Mujeres alardeando su ocupación, de que están permanentemente atendidas, llevadas en volandas  por la conversación del inevitable teléfono móvil.
Consigue llamar mi atención la bisutería y las joyas, complementos; la calle Toro también tiene tiendas de estos géneros y yo, que soy despreocupado y vago en el vestir, barrunto lo mucho que se invierte en todos estos condimentos: las muchas sumas de minutos perdidos en miradas a espejos,  las diferentes opciones que se contemplaron en la tienda o en la intimidad del probador o ya, con la ropa comprada moviendo las ropas del armario de casa: elegir, rebuscar, rimar, afinar.
También me llega la afinación del maquillaje, ojos pintados, pómulos realzados, arrugas rellenadas, pequeños tatuajes, trucos, collages...
Un universo para  los interesados o los desocupados que hoy queramos observar, y también para llamar la atención de los que crean que no están mirando.
La gente no anda lo mismo sola que acompañada, muchas jóvenes rivalizan como Ben Hur y Mesala, también hay andares familiares: algunas madres imitan a sus hijas, otras ya se resignan a haber perdido la batalla.
Veo parejas, enamoradas o indiferentes, algunas andan por andar y hablan por hablar, la suprema hermosura de los noviazgos recientes, siempre buscando el roce, el beso, la posesión, el agrado. Uno se pierde en 28 años atrás. ¡Qué bonito!
También pasan los niños, andando o en carritos, buscando capturar la atención de la gente. Yo siempre los miro, me arrebata su candor, empieza a estar lejos aquella niñez de mi hija.
Será un defecto sexual mío pero veo menos hombres que mujeres, aunque cada vez más arreglados, más peluquería, tatuajes, y sobre todo, gimnasio, rotundamente morenos y rematados con algún tatuaje: antes animal, pero ahora cada vez más abstracto: letras chinas o cuneiformes, dibujos vegetales o serpenteantes. Imprescindibles camisetas de hombreras para los más trabajados de pesas. Muchos expresando con su cuerpo un  juego de la seducción más tosco, aunque los hay femeninamente  llamativos.
El mundo ya es muy ancho.


Para mis ojos se desplegó todo este arte esa tarde. Sería estúpido, y un desprecio para tanto acicalamiento, no disfrutarlo.


(1) La representación, al aire libre, tuvo que ser cancelada por una intempestiva tormenta.

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