El pasado 26 de julio resultó ser
Santa Ana, fiesta local de Candelario, con lo que fue festivo para mí.
Aprovechando este regalo, cumplimos un viejo deseo: ir a ver una obra dramática
al festival de teatro clásico de Mérida.
Llegamos a aquel “marco incomparable”,
tópico que casi siempre es verdad, pero mucho más cuando es verdadero. A pesar
de que yo soy muy tacaño, íbamos con la intención de sacarnos las entradas más
caras, 39 euros, en la “orchestra”. Si
las hubiera habido, mirar el teatro desde abajo como patricios: ver las caras
de los actores, oírles sus pisadas, casi respirar, era algo que nosotros
podíamos permitirnos una vez en la vida.
Todavía podremos, porque no lo
conseguimos; sólo había 2 entradas libres y entonces, como la diferencia de
precio no era grande con las que estaban un poco más atrás, (35, 32 euros)
decidimos irnos arriba del todo, a la “cavea alta” de las económicas, que
tampoco lo son tanto, pues cuestan 12 euros, pero son un ahorro considerable multiplicado por tres.
Pilar y yo ya habíamos visto,
veinte años atrás, una representación desde la “cavea alta”. Fue una comedia
musical Golfus de Roma de la que
guardamos un excelente recuerdo artístico, pero también el de las piedras milenarias
que se nos clavaron en los glúteos. Esta zona del teatro no tiene losas, ni
piedras llanas con almohadillas en las que está escrito en número de la
localidad, como la zona de la cavea media, (olvidé mencionar que las de la
orchestra tienen hasta respaldo). En la parte plebeya tampoco hay localidades
numeradas, por lo que hay que ir pronto para coger sitio.
Allí no había poca gente y el
ambiente era más popular, indumentarias más cómodas, ausencia de maquillajes o
menos subidos de tono, y comida. La gente se lleva comida porque tiene que
venir antes y porque, plebeyos como somos, no nos da vergüenza que nos vean
comer. Los emeritenses llanos ya se lo saben y aprovechan para verse todas las obras a
un precio asequible desde aquellas alturas. Muchos llevan prismáticos para
observar algún detalle y la mayoría un oportunísimo cojín, que es la envidia de
los advenedizos como nosotros. Yo, para obstaculizar la penetración de las
piedras en mi glúteo que sustentaba 95 kg , improvisé un
almohadillado con un tetrabrik de gazpacho que habíamos bebido y su
correspondiente bolsa de plástico. Gracias a este sencillo apaño esta vez no
guardo tanto recuerdo de las piedras. También me gusta sentir como el pueblo
llano que, expectante, miraba abajo como se acomodaban los patricios, y también oteaba a ver si reconocían alguno de
los muchos famosos que se dejan caer por el teatro en tan magnas ocasiones.
La obra que elegimos no era
propiamente teatro clásico de los clásicos, pero era más adecuada -si cabe- al
lugar: el Julio César de Shakespeare, y acertamos. El texto de la máxima garantía y los actores eran de primera:
algunos muy conocidos como Mario Gas,
Tristán Ulloa y Sergio Peris-Mencheta.
La representación empezó
emocionante pues el día estaba marcado por la tragedia del tren a Santiago de
Compostela y se invitó al público a guardar un minuto de silencio. Yo, que soy
de pueblo y no estoy acostumbrado a las multitudes, viendo a 2.000 personas en
pie y tan calladas, ya empecé a impresionarme.
La obra es magnífica. Trata del
poder y la manipulación política y sus reflexiones dan mucho juego a los
actores. Todos tienen el microfonillo y se oyen perfectamente sus inflexiones
de voz. Pero en un momento sucedió un pequeño hecho épico que aumentó la emoción: al
actor Peris-Mencheta se le estropeaba el micrófono en un monólogo de Marco Antonio, y le empezó a
salir eléctrico-tremolante, como de que con los disimulados movimientos de su mano
no se arreglaba, gritó furiosamente dos veces ¡Quítame el micro! ¡Quítame el
micro! Y se lo apagaron. Entonces el público aplaudió porque el actor siguió
recitando a voz en grito, llenando el espacio, y el público aún más callado, más
atento, más tenso…; resultó multiplicada la emoción. Cuando lo hubo acabado,
el público lo agradeció con otro aplauso, como si hubiera celebrado un solo de jazz.
Para los que no lo sepan, fue un
gesto racial, muy torero. Cuando un torero es herido leve o grave pero se tiene en pie, aunque le
pueda costar una lesión se envalentona aún más y se empecina en acabar la faena y matar al toro. Es una cuestión
genital, el público se enardece y emociona con esa entrega sobrehumana, como
nos pasó con los gritos de Peris-Mencheta. Son cosas inexplicables racionalmente.
El montaje, con estética, música y
trajes contemporáneos, fue un éxito y los actores recompensados con estridentes aplausos. Todavía
hubo otro redoble emocional: el actor Tristán Ulloa, que debe ser gallego,
recibió una bandera de esa región con un crespón negro que enardeció de nuevo el
homenaje a la tragedia.
PD. Al terminar la representación bajamos a ver el teatro y sus pasadizos, y también cómo se veía desde localidades más caras.
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