Casi todos los borrachos son pesados, a mí
todavía me dura. El arado sembrador que ha pasado por mi alma me mostró una
“mili” que no hice. La camaradería, la vuelta a la infancia que suponía aquella
penosa situación que se veían obligados a pasar los españoles hace unas
décadas, era un rescate: el último y definitivo antes de la madurez (la penosa
madurez en la que terminamos cayendo todos hasta la muerte). No en vano se
decía que “de la mili volvías hecho un hombre”.
Aquellas amistades infantiles de ayer, hoy provocan mi melancolía.
Los amigos son aquellos con quienes uno mejor
se aburre; para divertirse vale cualquiera. Todos nos hemos aburrido con
nuestros mejores amigos, pegando patadas a un bote, yendo a buscar a nosequién…
En aquel aburrimiento forzoso de dejar correr un año hasta que al recluta le
licencian, se crean -o se recrean- las amistades de la niñez. La mili era un
caldo de cultivo para esa “verdadera” amistad, que fue verdadera mientras
vivió, así que tan nefasta no era.
La vida no es verdadera, es sueño, no
permanece, es una excursión, o una incursión en la niñez, en el placer ¿qué es
viajar sino querer deslumbrarse como niños viendo cosas nuevas? La amistad
también es viva: nace, crece, se reproduce, madura, tiene alzeimer y muere; yo
he tenido muchos, tengo algunos amigos; quiero creer que siempre he sido rico en amistad y siempre la
he valorado, aunque sea una pérdida de tiempo porque ¿qué otra cosa es la vida?
Hoy, conmovido por el arte narrativo de
Antonio Muñoz Molina, recobré experiencias de amistad, de las mías. Compartí en
su libro, con el autor, ese “universal”, ese modelo platónico que impregna el
mundo. En mi lectura y en su escritura hubo momentos de comunión; es la magia
de la literatura: algo que AMM sembró hace años como escritor, se entrelazó con
mi recreación lectora de ayer y coincidimos en la caverna disfrutando de la amistad.
Debería haber escrito esta
palabra con todas las mayúsculas,
negritas, subrayados, tamaños extragrandes... Ahí, en la caverna platónica de
los ideales, encontré la esencia de todas mis amistades presentes, perdidas y
gastadas. Me llevó la magia de la literatura.
La vida se detuvo: eso es arte.
El arte no es otra cosa que detener el paso
de la vida, retar a la muerte con unos segundos de suspensión, como el gozo en
un segundo de música de cámara o en una película en blanco y negro, o en un
beso, o en una puesta de sol o en el
parto de mi hija, que es la mejor obra artística de mi historia y que tuve la
suerte –siempre presumo de ello- de no perderme.
El arte es lo que da valor a la vida. Muchas
veces, cuando consigo detenerla, me pregunto pesaroso: ¿será posible que
algún día yo muera y esto que hoy me agració, como que no hubiera existido
nunca?
Como pasó la mili de Muñoz Molina, como pasó
-está pasando- mi euforia por su lectura, pasa la vida.
Sé que no es fácil, estoy atontado y
pretencioso, pero me gustaría, no ya autónomamente, sino tan solo como un reflejo
platónico del modelo del libro “Ardor
guerrero” haber detenido hoy la vida de alguno de vosotros.
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