Diréis que acabo de caerme de un
guindo, pero esta tarde soy considerablemente más humano. Ahora en la anchura de mi
humanidad, me cabe querer –de verdad- haber abrazado fraternalmente a un negro en
agradecimiento por haberme enseñado tanto de mi ignorancia y de mi encubierta
inhumanidad. Tan solo una hora y cuarto que dura el viaje del autobús de
Salamanca a Béjar y parece que me ha hecho encontrar un hombre nuevo -y más verdadero-
dentro de mí.
Él aparentaba no ser nada más que un
indolente negro que escuchaba música con sus cascos.
Era la primera vez que yo me sentaba al lado
de un negro, ¡en mi vida!: qué paleto soy, ¡que paleto era! Un negro senegalés
a quien quería preguntar por qué en los dos últimos meses se ven tantos negros
en Béjar.
Uno siempre tiene miedo al rechazo y más aún
al ridículo del rechazo. La verdad es que poco me importaba que me hubiera
rechazado este negro, mucho más que el que lo hubieran visto otros blancos o
blancas, algunos ya conocidos de vista, que iban con nosotros en el autobús.
Pensé que quizá no supiera bien el español y ese fue del primer error que me sacó
aquel ser humano, un prójimo acosado que poco después me dio a entender que
agradecía que me hubiera sentado a su lado y que no buscara otro sitio
cualquiera, haciendo retirar la mochila o el abrigo de cualquier viajero de mi
raza, ya bien acomodado.
Él tampoco
sabe por qué hay tantos negros en Béjar y me ha dicho que es la persona
menos adecuada para preguntárselo, porque ellos le podrían decir ¿y por qué me
lo preguntas tú, sabiendo, como tienes
que saber, lo incómodas que son este tipo de preguntas para los extranjeros que
vienen a buscarse la vida?
¿Qué haces aquí?
¿Por qué no te vas a tu país?
¿Cómo te atreves a perturbar nuestra
existencia con tu presencia?
Este negro senegalés de 25 años se llama
Yimi, y vino en cayuco, no solo vino en cayuco con 130 compatriotas, sino que además
no sabía nadar y tuvo que estar 10 días navegando en ese barco artesanal con un solo
motor, poca agua y menos comida: los nervios y la ansiedad le quitaban a uno la
sed, más sabiendo que había poca agua.
Dice que no durmió en todo ese tiempo porque
las olas lo hubieran tirado, doscientas cuarenta horas de acosadoras olas que
los calaban periódicamente. Algunos tenían que quitarse la camiseta pegada al
cuerpo porque les rozaba y les irritaba la salmuera que se adhería al tejido. A su lado
acechaba la muerte en forma de tiburones de verdad que se lanzaban vorazmente
ante cualquier cosa que cayera del cayuco.
Al llegar a Tenerife la Guardia Civil los
detectó, los subió a un barco guardacostas y les dio camisetas nuevas.
Entre aquellos 130 no había patrón ni
marineros, los de la costa sabían más que los de tierra adentro, y ayudaban más:
eso es todo. Todos juntaron sus ahorros;
aquel cayuco era una cooperativa cuyo destino era no volver nunca a Senegal.
Nadie mejor que Yimi podría explicar como en
el mismísimo trópico de Cáncer el frío
puede atravesar de noche los cuerpos mojados lo mismo que el famoso
cierzo zaragozano. Nadie mejor que Yimi a sus 25 años podría abominar de la
inconsciencia que hace que un muchacho de 17 años, sin saber nadar, se embarque
en esa aventura. Dejó su documentación en su patria, si hubiera traído sus
papeles de Senegal le habrían deportado allí. Al no poder demostrar las autoridades españolas
que eran de un país o de otro, no podían devolverlos a ninguno. Ahí está el
truco.
Nadie me ha explicado el racismo como él, lo hacía con
una media sonrisa -para mí casi inexpresiva- pero yo veía la hiel en el
interior de sus ojos enrojecidos cuando me contó que una tarde estaba vendiendo
en una acera y una mujer le tiró un cubo de agua y lo dejó empapado.
Aunque un compañero, -también mojado-
quería ir a pegarla, él prefirió llamar a la policía, pero lo que pasó es que llegó un coche
patrulla y le pusieron las esposas. Le tuvieron dos días en el calabozo. Allí le
dijeron –le han dicho tantas veces- que si no tiene papeles no no tiene derechos, y él repite como una
obviedad revolucionaria, que es un ser humano, aunque los policías le replicaran que no,
que es un animal. Le han dicho tantas veces, con tanto desprecio tantas cosas,
-cierra los ojos con amargura- que repite constantemente eso de que un ser humano. Creo que necesita
repetírselo o, al menos, repetírmelo. Mirando a su injusticia, tragando saliva, me acuerdo de aquella
hermosa frase cristiana: “lo que hacéis al prójimo, a mí me lo hacéis”.
Es estremecedor escucharle, uno no sabe donde
agarrarse, detrás de qué argumento defenderse, de qué democracia hablamos, de
qué humanidad, de qué mundo: la única verdad es que eran blancos como yo
maltratando a negros como él.
Tiene pendiente una orden de expulsión –le he
interpretado entre líneas- que se tramita desde Valencia, o Alicante, desde dos
mil siete. Le exigen que vaya allá y él se niega, me cuenta que los valencianos
son muy racistas y que en Salamanca y en Béjar nadie se ha metido con él en
estos cuatro años, que está muy a gusto aquí, aunque sea pobre y tenga ya 25 años y muchas ganas de trabajar
para ganar dinero, aunque sienta que se le está escapando lo mejor de su vida
sin llegar a conseguir aquello que creía que le esperaba en Europa.
¡Qué vida!, y hace sólo cinco horas yo
hubiera despreciado sus puntos de vista con un “que se vaya a su país”.
Lo más
cómodo es creerse sencillamente bueno y no buscar la complicación de la verdad.
Porque si la buscamos sinceramente hallaremos ciénagas como ésta.
Yimi es inteligente, tiene sentido del humor,
sabe francés, inglés y español. Aunque ha pasado muchas veces por Guijuelo no
ha probado el jamón. No lo hará nunca por respeto a sus padres: es musulmán.
Añade que abomina del integrismo yihadista; para él ser musulmán es respetar,
no pegar, ni matar. Ser musulmán es ser bueno, y él lo es (o a mí me engañó)
Nos hemos dado la mano dos veces, me daba
cierto remordimiento cinco minutos después ir a lavármela, pero es que tenía
que comer.
No sé si yo soy tan solidario como me he
creído cuando le estaba escuchando.
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