Estoy de nuevo en Roma, me compré este viaje de Emile Zola hace un mes por un euro, forma parte de una trilogía Lourdes, Roma, París, de este autor. Dejé sin comprar Lourdes porque no me interesa el sitio y eso que estuvieron bien cerca las ruedas de mi coche de él. Pero un descarado negocio milagrero no le seduce a un descreído como yo, habiendo otros lugares razonablemente humanos que ver, no debo querer apoyar la existencia de fábricas de milagros con mi presencia, ni si quiera a título de exploración sociológica. El libro de París no lo vi. Ordinariamente amo a París tanto como a Roma, pero mi presencia en la ciudad eterna por esta lectura hace que mi actual amor por Roma supere lo ordinario.
Camino por Roma desde la Estación Termini que es de donde parte el protagonista de la obra de Zola, el mismo lugar aproximado donde estaba mi hotel, de donde partimos a conquistar la urbe. He visto el mármol travertino del que están hechos unos soportales que conducen al centro más centro donde llegan todos los caminos, aunque sinceramente no sé bien cual sea el centro de Roma, puede que el Coliseo, pero me parece poco céntrico y le falta la mitad; además es más bonito por fuera que por dentro; el monumento a Vittorio Emmanuel, la tarta de Merengue o la Máquina de escribir, no, es demasiado nuevo, quizá no estaba terminado en 1896 cuando Zola publica este libro porque no lo ha mencionado hasta ahora y llamativo es mucho, El Foro tampoco, demasiado viejo y roto, puede que el centro sea la Fontana de Trevi demasiado Feliniano y demasiadas tres monedas arrojadas; o las escaleras de la Plaza de España, demasiado Audry Herpbum, o Plaza Navona, demasiado sensual, o la Plaza de San Pedro demasiado católico, o el puente San Angelo, no, un puente no, para mí el centro es el Panteón, el edificio más especial donde yo haya entrado en mi vida, uno de los centros de la Roma eterna y de todo el mundo que aspiro a conocer. Pienso ahora que el centro pueda ser la piedra agujereada donde se evacúa la lluvia que se cuela por el ojo del Panteón. Pero sinceramente concluyo que el centro es la luz que entra por ese ojo, una luz irreal, inasible, maravillosa.
Un abate francés de nombre Pedro Forment nos va contando con deleite las partes de Roma, las termas de Caracalla, las catacumbas de la Vía Appia, los mismos pasos que dimos nosotros en 2014, la tumba de Cecilia Metela y la vuelta a las murallas, ¡qué paseo más ilustrativo dimos aquella tarde!
Volver a ver lo mismo de la mano de un gran escritor enamorado de esta ciudad es otro viaje. Solo el idioma castellano ha hecho justicia al lugar de donde viene nuestra cultura con la suprema palabra "amor" que es leída al revés lo mismo que nuestra madre Roma.
A veces la vida parece sórdida, como que no mereciera la pena, pero cuando uno recuerda esos nombres Roma, Granada, Ronda, Burdeos, Sevilla, Oyambre, Santiago, Úbeda, Sanabria, Uclés, Barcelona, Roncesvalles, Salamanca, París.... y todo el perfume de grandeza y ciudadanía de amor al arte, de arte vivo y arte de vivir, se refuerza en la gracia que tiene este paseo por el mundo a que me han invitado décadas de salud, de vida y de poder económico para pagar billetes o rellenar el depósito de gasolina. El pequeño mundo que voy a ver yo es muy hermoso y está hecho con Amor y con Roma.
La novela que transito por su mitad (voy por la página 225 y tiene 450) también cuenta con pasmo y dolor la burbuja inmobiliaria que sufrió Roma recién nombrada capital de Italia: toda la especulación y el estallido que sucedió en aquel momento, igual que en España hace unos años. Parece mentira lo bueno que hubiera sido para los españoles leer este libro en el año dos mil. Siempre es bueno volver a Roma, a aprender.
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