El lunes 11 me quedé a ver por la tele el partido del "masters" entre Nadal y Jokovic. Nadal se esforzó tanto como siempre, pero Jokovic tenía un rifle en lugar de una raqueta: apuntaba y disparaba, seco y directo, casi siempre pasó la red y botó dentro de la línea. Ayer, Nadal, que es el número uno del mundo, parecía un conejillo corriendo de un lado a otro de la pista, mientras el otro pegaba tiros.
Esa misma tarde me había salido mal algo que intenté con el ordenador; eso, como las averías o los ruidos raros del coche (también tengo uno) me pone de un humor fúnebre sin culpa; "sin comerlo ni beberlo". Al unirle un disgusto innecesario (sufrir porque perdió con toda justicia el deportista que quería que ganase), me fui a la cama con un malestar inexplicable y me levanté el martes como con una deuda que no supiera pagar.
Soy un blandengue: es lo que tiene la empatía; me meto en la piel de los otros. Por eso antes no quise ver imágenes de Filipinas: no quiero ponerme en la piel de un filipino masacrado por un tifón. No quiero sufrir por las noches, quiero descansar en paz.
Nadal es un triunfador, aunque jugaba en la pista que menos le conviene contra el actual mejor jugador del mundo, digan lo que digan los escalafones. Porque pierda la final a la que llegó dejando por el camino a otros casi tan buenos como él, nadie debe apesadumbrarse. Y yo menos, que aborrezco a los deportistas multimillonarios. Creo que dejaré definitivamente de ver deportes por la noche, para evitarme pesares y también porque tengo mala conciencia -real- por los pobres filipinos amontonados, sin nombre, sin cara, sin vida, que no fueron capaces de causarme pena ni solidaridad, porque quería ver un partido de tenis en el que ganara un deportista al que admiro.
¡Qué injusto es ver la vida por televisión!.
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