Augusto Mon-terroso estaba ahí, en la tierra, sentencioso, esencial; escondido debajo
del cuento del dinosaurio. Sin embargo es grande, es un Cortázar que escribiera
como Rulfo o Borges. No sé si es de agradecer o una desgracia el que su obra
centroamericana, guatemalteca, haya sido un río poco caudaloso al lado de los
mejicanos, amazónicos o australes. Digo lo de agradecer porque tiene un cuento en el que justifica la
perfección inañadible de la Sinfonía Inacabada de Schubert. Su castellano es
universal, canónico, añoso, aunque de
contenido postkafkiano. Según le
descubro parece que se esté riendo de que le halle enterrado como una
patata (manzana de la tierra dicen los franceses) al pie de los rutilantes árboles
de Vargas Llosa, García Márquez, Borges, Fuentes, Cortázar..., pero él está ahí
con su elegancia nutritiva. Al dejarse
leer tan bien, parece decírmelo confidencialmente, con mucho humor: y yo
también soy “boom”, aunque permanezca escondido bajo un fósil.
He
encontrado en mi huerto, que como habéis podido ver está en la ladera de un
monte terroso, prendidas de los árboles o ya caídas en el suelo, sabrosas
manzanas reinetas. Es un sabor a frío, a
dulce antiguo, a sobredosis de savia, a terrosidad. No esperaba aficionarme a
su fuerte gusto, a su incitante olor. Un olor profundo, no superficial. (Nada
de plástico de grandes superficies). Como tengo problemas con los límites del
azúcar en sangre a veces me resigno a sólo masturbar mi pituitaria oliéndolas
(y ahora que lo escribo y lo evoco se me trepan al paladar salivas ansiosas de
masticar, tan impacientes que ya me están cayendo garganta abajo).
El
domingo caté la manzana más sabrosa que recuerdo, aunque no fue tan estética
como ésta, tan soberbia, que os fotografío y que encontré en el suelo, como a Monterroso. Las
disfruto despacio, como este librito que hubiera podido acabar en un día. Llevo
tres días oliendo este ejemplar de reineta y esta tarde, con la navaja, me lo haré cachitos, que moleré en mi boca.
Como no
puedo daros a probar manzana os copiaré un fragmento de Montrerroso: el cuento
trata de un padre poderoso, con ese poder abismal de las minorías
latinoamericanas, que tiene una hija
pianista.
La
música es bella, cierto. Pero ignoro si mi hija es capaz de recrear esa
belleza. Ella misma lo duda. Con frecuencia, después de las audiciones, la he
visto llorar, a pesar de los aplausos. Por otra parte, si alguno aplaude sin
fervor, mi hija tiene la facultad de descubrirlo entre la concurrencia y esto
basta par que lo sufra y lo odie con ferocidad de ahí en adelante. Mis amigos
más cercanos han aprendido en carne propia que la frialdad en el aplauso es
peligrosa y pueda arruinarlos. Si ella no hiciera una señal de que considera
suficiente la ovación, seguirían aplaudiéndola toda la noche por el temor que
siente cada uno de ser el primero en dejar de hacerlo. A veces esperan mi
cansancio para cesar de aplaudir y entonces los veo cómo vigilan mis manos,
temerosos de adelantárseme en iniciar el silencio. Al principio me engañaron y
los creí sinceramente emocionados: el tiempo no ha pasado en balde y he
terminado por conocerlos. Un odio continuo y creciente se ha apoderado de mí.
Pero yo mismo soy falso y engañoso. Aplaudo sin convicción. Yo no soy un
artista. La música es bella, pero en el fondo no me importa que lo sea y me
aburre. Mis amigos tampoco son artistas. Me gusta mortificarlos, pero no me
preocupan.
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