El gran escritor Chesterton admiraba a
la religión católica y terminó convirtiéndose a ella por el atractivo que tuvo
para él el sacramento de la penitencia. No decir más que su más famoso
personaje es un detective que es el cura católico Padre Brown del que creo
recordar que su conocimiento del género humano le llega por haber ejercido
muchos años este sacramento.
Yo, a pesar de haber escrito sobre el
tema de la confesión (1) hasta ayer no había entendido las bondades
depurativas de este sacramento. Me refiero a la entrevista de Oprah
Winfrey al, a pesar de todo, gran
ciclista Lance Amstrong. Gran ciclista antes y gran penitente ahora, que en un
ejercicio de sinceridad, muy calculado, y con un resultado artístico
encomiable, se ha convertido en la confesión del milenio. La madre de todas las
confesiones, un género televisivo elevado a la máxima categoría mundial.
No creo que
hayan sido menos de mil millones de personas las que hayan presenciado
esta representación, ya que la entrevista fue y será repetida en extractos y en
totalidad por casi todas las televisiones del planeta. La entrevistadora, que
está considerada la mujer más influyente
de Estados Unidos, tampoco creo que se haya visto en otra mejor que en ésta.
Amstrong, el villano redimido, estoy seguro
de que ha salido bien parado: con su contrición universal podrá terminar siendo
un personaje que superó otra vez el mal; ahora el doping, como antes superó el
cáncer de testículos, y en virtud de esta penitencia que roza el exorcismo ha obtenido la absolución universal y,
rehabilitado, terminará presidiendo ahora fundaciones contra la droga,
remontando el declive de su fundación contra el cáncer (en mi casa hay una
pulsera amarilla con la inscripción livestrong ) y de paso creo que
habrá ganado, y dado a ganar, un buen dinero a la cadena de televisión de
Oprah.
Analizando el milimetrado mensaje que se
ofrendó, creo que grabado en la intimidad de la casa del ciclista y no como se
hacen estas cosas, en un estudio cara al público, brindó la posibilidad
-seguramente aprovechada- de ser editado repetido y rectificado, así fue “in crescendo” hasta el momento álgido y (muy
spilbergianos) cuando reconoció hacerlo especialmente por sus hijos y los
nombró con sus nombres. Confesaba para que no se desgastaran defendiéndole en
los pasillos del instituto o respondiendo en las redes sociales. Un hombre
acostumbrado a sufrir en la bicicleta ahora, con un dolor insufrible tiraba la
toalla ante su hijo y después se rendía en público. Ahí estaba el cenit de la
emoción cuando un tipo tan duro, (Amstrong además es tejano) balbuceó, bajó la
mirada, perdió las palabras, se echó la mano a la boca y se emocionó.
Is wanderful. Chesterton tenía razón: la
penitencia aunque en los países católicos ya no la usemos, es un activo de la
religión católica, un valor capital: es tanto como la esencia; la resurrección
después de la muerte. Lo dejo ahí; no
voy a descubrirme ahora como teólogo.
Bajando al mundo pedestre: yo seguí la
entrevista subtitulada y oí y vi escrita una palabra desconocida “Instagram” al
lado de Facebook como los lugares de internet donde los hijos, desesperados por
lo ataques e impotentes, querían defender a su amado papá. Yo, que no es que
ande poco por internet, tuve que preguntarle a mi hija qué era eso de Instagram
y me respondió que una aplicación del Facebook que consiste en colgar y
comentar una fotografía. Ahí está parte del truco del almendruco. Yo lo
pregunté y millones también lo preguntaron y otros lo buscaron, cientos de miles
lo contrataron. Me juego la uña del meñique de la mano derecha, (que a los
guitarristas sólo nos sirve para rasguear) que Amstrong cobró algo por
introducir esas palabras Instagram, Facebook en su emocionado desahogo.
Ya sabéis lo desconfiado y mataclimax que
soy; a pesar de todo me alegro de la confesión y de haberlo visto. La
penitencia de nuestro rey Juan Carlos, no fue tan humana, ni tan espectacular,
fue una confesión express, como tapándose la nariz y apechugando, pero seguro que dijo fuera de cámara, bueno: ya
lo he hecho, dejadme en paz, que a un rey no se le puede pedir más.
Lo dicho: tenemos que copiar muchas más cosas
de los americanos, aquí estamos de doping hasta las orejas y Perico Delgado
salió absuelto de tomar una sustancia que ya había prohibido el Comité Olímpico
Internacional pero que la Unión Ciclista Internacional todavía no, estaba en el
orden del día y se aprobó en la siguiente reunión. Marta Domínguez fue
rehabilitada por el PP y ahora tiene la bicoca de un puesto en el senado. El
bejarano, Roberto Heras, que estaba en el equipo de Amstrong cuando ganó
bastantes de sus cuatro vueltas a España, con su perfil bajo ha logrado en el
Tribunal Supremo que le restituyan la cuarta vuelta que le habían quitado por
dopaje.
Pero nosotros no somos tan wanderful como los
americanos, nuestro público no exige una verdad, ni condena una mentira tanto
como esos puritanos. Aquí ya nadie confiesa nada.
(1) RECUERDOS
Y OLVIDOS
Cuando uno es un jovenzuelo suele creerse que ha conquistado
la razón simplemente porque, en apariencia, superó la niñez. Desde esa
perspectiva nos encaramamos en una arrogancia miope que nos impide apreciar
poco más allá de las tres o cuatro cosas que creemos que nos conciernen
directamente.
Yo no creía
que me concerniera el que se marchara del pueblo Don Macario y como entonces ya
disponía de libertad para no ir misa, alguien debió convencerme, excitando mi
curiosidad, para que acudiera aquel domingo a su última ceremonia.
Estuve
presenciándola desde la tribuna, aunque en esta ocasión presté, como el
resto de los que allí estaban, bastante más atención que otras a aquella
liturgia concelebrada con un sacerdote amigo suyo que vino a arroparle en
momento tan especial. De todas maneras, desde allí arriba no fui capaz de percibir
ni la solemnidad, ni tampoco la melancolía que embargaba a la mayoría de los
que ese día llenaron el templo. Mi
escepticismo me impedía implicarme, por eso tampoco llegué a apreciar la
emoción ni las lágrimas del anciano protagonista. Creo que sólo me interesaba
el futuro: enterarme de qué iba a pasar; y con esas orejeras, me sorprendió
enormemente ver tanta gente llorando a la salida. Lloraban lágrimas verdaderas;
no eran esos alaridos histéricos, algunas veces reales, pero bastantes
veces exagerados, que yo había presenciado, también a la puerta de la
iglesia, en algún entierro. El de aquel día era un extraño sepelio que compartían
casi todas las familias.
Con aquel hombre se marchaba demasiado tiempo:
miles de horas vividas en ese mismo templo en forma de misas, rosarios,
viacrucis, flores de mayo, novenas, pasiones, sermones de las siete palabras...
Sobre todo, se estaba yendo nada menos que el testigo de los acontecimientos
fundamentales de todas esas vidas, casamientos, bautizos y comuniones, y más
que ninguna otra cosa, sus extremaunciones y sus funerales: las últimas palabras
dichas a los muertos, rematadas con la media palada de tierra que echaba
entonces dentro del ataúd, estaban ligadas a aquel hombre que iba a desaparecer
para siempre de nuestras vidas. Pero también ese cura se llevaba nuestros
pecados, todos los pecados confesados, los confesables y los inconfesables. Los
pecados agrupados por familias, por barrios o por cuadrillas de amigos o de
amigas. No debía ser difícil, con toda esa información, desde el púlpito,
redondear la geografía moral del pueblo, mirando a la cara de sus habitantes
que, aunque pareciera un mapa falso, endomingado, para él resultaría
transparente, cuadriculado, sobre todo después llevar de treinta años
absorbiendo desde aquella esquina oscura del confesionario -ya fuera de frente,
con la puerta franca para los hombres, ya fuera de lado y con celosía por
medio, para las mujeres- todo lo interesante o aburrido que tuvo la gente que
ir a contarle como intermediario de dios.
Mis recuerdos de esa parte de la vida son más
pequeños que los de aquellos y aquéllas que se emocionaban. Por la situación de
mi casa, muchas veces tenía que pasar por la puerta de la iglesia para ir casi
a cualquier lugar. Allí en el centro del recinto -“del cementerio”- estaba el
grueso olmo que yo no fui capaz de escalar tan pronto como otros, que se secó y
desapareció, asolado por la peste que acabó con todos los grandes de su especie.
Muchas tardes el olmo estaba acompañado por aquella otra figura enorme,
-medio olmo por lo menos-, que hacía paseos con las manos a la espalda, bajo el
atrio de la iglesia. Igual que su compañero árbol, el tallo de Don Macario
también partía directamente del suelo, aunque este tronco era de tela negra y
tenía una fila de grandes botones que ascendían desde las losas del pavimento,
remontando la montaña de su indisimulable barriga, hasta llegar a su gran
cabeza pálida, como la de un de angelote viejo, que algunas veces remataba una
boina. El niño bien enseñado que era yo, se acercaba y se plantaba delante de
aquel hombre a formular el "Avemariapurísima"; entonces recibía el
"Simpecadoconcebida" acompañado de su carnosa mano derecha vuelta
boacaabajo para que se la besara. Yo tomaba aquella mano con mi manita y
después de darle un beso ya podía seguir mi camino.
Había un detalle
preocupante: el dedo índice de la mano derecha de Don Macario tenía muchas
veces un inquietante color marrón. Ese color, aunque no tuviera ese “olor” que
fácilmente se le asocia, consiguió desanimarme de pasar por la puerta de la
iglesia, y comencé a tomar caminos que me alejaban de la iglesia.
Una tarde,
comentando otras guarradas con los muchachos, alguien me tranquilizó afirmando
que aquel marrón efectivamente no era caca: es que el señor cura se manchaba de
marrón liando cigarros; fumaba "Ideales".
Mis recuerdos religiosos comienzan con la catequesis
preparatoria de mi comunión. En aquellos tiempos andaba yo preocupado por mi
primera confesión, porque no tenía hecho ningún pecado en siete años y no sabía
qué podía decir en esa cita trascendental.
Menos mal que,
oportunamente, Santi “el Furraquillo” también llamado “Pirri” nos indujo a
unos cuantos, para ir robar esa primavera manzanas al huerto de Tío
Pichón. Pirri era más mayor, y por tanto
conocía mejor la vida, pero aquella inducción no fue tan oportuna: las manzanas
estaban completamente verdes. Para colmo, nos pilló Tío Pichón y nos ganamos una buena bronca de nuestros
padres. El único resultado positivo fue que ya yo había conseguido por fin
manchar mi alma manchada de pecado, así que tenía algo que confesar. Pero en
aquel momento, me entró un poco de aprensión, pues no sabía (creo que nunca lo
supe) si aquel pecado era venial o mortal. Como no iba a poder confesarme
hasta dos meses después, me encontraba en peligro de ir al infierno, por eso
me molestó mucho la falta de solidaridad de mi amigo Carlos “Escarolo” que,
como ya había tomado el año anterior su primera comunión, se confesó casi
inmediatamente para lavar el pecado. Y yo, mientras tanto, daba vueltas,
porque ya tenía uso de razón: si me moría en ese tiempo iría directamente a
las calderas de Pedro Botero. Aunque otras veces discurría que a lo mejor
sería un pecado venial, teniendo en cuenta que las manzanas estaban verdes,
además de que, cuando nos pillaron, yo escupí el cacho que me estaba comiendo.
No sé por qué a Adán no se le habría ocurrido eso para evitar su expulsión del
paraíso. De todos modos, durante esos dos meses tuve cuidado especial de no
meterme en peligros, para no morirme, por si acaso.
Pasados esos meses,
aquella trastada me sirvió efectivamente para que la primera conversación a
solas con Don Macario no fuera un mero trámite. Después de confesar este
prometedor primer pecado que me costó una buena penitencia, -habría de todo:
un yo pecador, una salve, un señormiojesucristo, y padrenuestros con sus
correspondientes avemarías y gloriaalpadre, gloriaalhijo...- mis
confesiones fueron ya mucho más aburridas, porque nunca más cometí pecados
dignos de mención, con lo que mis posteriores penitencias no solían exceder
de un padre nuestro y un avemaría. Aunque las rezaba con higiénica lentitud,
no como don Macario que despachaba la absolución con un susurrante y
vertiginoso “egoteabsolvoinnominepatris y noséquémás.
Creo recordar la emoción al ir a recibir de su
mano al cuerpo de Cristo transfigurado en mi primera hostia consagrada, pero
si he de decir verdad, tengo más presente la imagen de las que Don Macario le
daba sin consagrar a Luisito “Calino” en la catequesis a la que asistíamos
después del rosario, ¡Qué maluto era aquel muchacho!. De cualquier modo, las
más importantes hostias comulgadas por mí, fueron las que me esforcé en tomar
cada uno de los siete primeros viernes de mes, en el año 1972 y 73.
Con ocho años me
gané el cielo; aquello si que fue clarividencia y precocidad. Recuerdo mi
satisfacción en ese glorioso minuto de reflexión en que debíamos permanecer
arrodillados después de comulgar. Al terminar aquella última eucaristía,
tenía que volver a la escuela -la licencia que nos dio la maestra no
sobrepasaba el tiempo estricto de la misa- y todos los compañeros que acabábamos
de cumplir los siete viernes, regresamos con la garantía de haber escapado
para siempre de las llamaradas del infierno, pero, sobre todo, de aquel espantoso
reloj que repetía sin cesar "sin fin, sin fin".
Haciendo memoria, puedo recordar otras cosas
de la iglesia. Por ejemplo, existía una noche al año, (siempre era a final del
invierno pero todavía cuando las tardes eran cortas y se perturbaba en menor
medida el trabajo) en que se hacía la misa de los hombres; lo que se llamaba
confesión general. Por la tarde de ese día, venían un par de curas a ayudar a
Don Macario a confesar industrialmente a los varones que no practicaban este
sacramento con regularidad; es decir, al noventa por ciento. Como debía hacer
mucho frío en los confesonarios, los monaguillos estaban de servicio permanente
para acudir cada cierto tiempo a la vecina panadería de “Canoncho”, llevando y
trayendo, cogidos con unos ganchos de hierro para no quemarse, ladrillos
calentados en su horno, para que los pies de aquellos curas aguantaran quietos
y sin brincar de frío, todos los relatos del último año de pecados masculinos
del pueblo. Esa misma noche –para no dar a los hombres tiempo a pecar- se
celebraba una misa en la que se formaba una fila tan larga de comulgantes, que
llegaba hasta debajo de la Tribuna. Ésa era la única vez que podía verse a
mucha gente (entre ellos a mi padre) en aquella cola. A aquel acto se le
conocía por "cumplir con la iglesia".
A mí lo que más me
emocionaba era el cántico que hacían los Jueves Santo, durante la procesión que
tenía lugar dentro de la Iglesia, que iba desde el altar hasta el monumento de
la Virgen del Tránsito. Sonaba el "Tantum ergo" cantado a dúo por
don Macario bajo palio y marcando el compás con el incensario, y el Sacristán
(Tío Sacris) desde la tribuna, arropados los dos por el coro de mujeres en
el que no sé por qué siempre se distinguía perfectamente la voz de La
Gerarda. Años más tarde me llevé un pequeño casete escondido para grabarme
aquella música, pero el sustituto de Don Macario, Don Alejandro, tenía voz de
lata abollada, además de que carecía casi absolutamente de oído musical.
Borré esa grabación pues su penoso resultado me martirizaba el recuerdo de
la otra versión gloriosa de aquel himno. Tampoco estaba ya La Gerarda.
En la misma Semana Santa se producían otros
hechos excepcionales como la postración de los concejales ante la Cruz de
Plata. Era todo un espectáculo verlos como se agachaban de dos en dos, sobre
todo para nosotros los niños y las niñas, que lo veíamos en primera fila.
La causa inmediata de la partida de Don
Macario fue la enfermedad y la vejez de La Feliciana, que era la señora que le
atendía, y nadie más quiso o no llegó a un acuerdo para hacerse cargo. Las
lágrimas de aquella mujer aquella mañana de la despedida fueron las más
desgarradas. La pobre se sentía culpable de la tragedia que asolaba al pueblo
y la gente se esforzaba en consolarla.
A partir de ese día Don Macario tuvo que
resignarse a la jubilación, cuya edad ya tenía cumplida con creces, y aceptar
marcharse a acabar sus días en la residencia del seminario de Ávila. Su hueco
fue y será imposible de rellenar; aunque renacieran las vocaciones y los
rebaños se volvieran a reunir, su estilo pertenece a otros tiempos.
La distancia trajo
el olvido. Además, según creo, él no volvió más por el pueblo. Después de su
muerte sonó una pequeña polémica sobre si el pueblo y sus representantes lo
acompañaron como se debía, y si se
tenía que haber facilitado el que sus restos vinieran a enterrarse a nuestro
cementerio, que era el suyo.
Pero yo, que ya
vivía en Avila, todavía pude verle en dos ocasiones más.
La primera fue realmente obscena,
escandalosa. Me da pudor escribirlo, pero un día le vi paseando por el parque
de San Antonio..., en pantalones. Sí, en pantalones. Los pantalones eran
grises, del gris mas curil que pueda imaginarse, y también llevaba alzacuellos.
Nadie podía decir desde ninguna distancia que aquel hombre no era un cura. Pero
aquella imagen fue para mí espeluznante, demoledora; era lo mismo que si
hubiera visto a mi abuela en pantalones.
No creo que nadie que no le viera, acierte
a imaginarse a Don Macario sin sotana.
La última vez ya no
me conoció, estaba decrépito y bastante más delgado. Le vi en los jardines de
la Casa de Ejercicios del Obispado -que comunican directamente con el
Seminario-. Yo estaba con un amigo mío, cuyo padre era el jardinero de ese
sitio, y Don Macario paseaba o era sacado a pasear por otro cura. Viéndole
quizá ya abandonado de sus facultades mentales, dije a mi acompañante:
- Ahí va la memoria de todos los pecados de mi
pueblo.
Mi amigo me
respondió:
- Hombre, no de todos. Alguno no se lo habrán
confesado.
- Bueno, si no lo confesó el pecador, alguien
lo confesaría por él.
Creo que pensé entonces en cómo la Iglesia se
adueñaba de las flaquezas, de las intimidades, de los recelos, de las
tentaciones y, sobre todo, de las consumaciones. Esa información, aunque los
curas debieran olvidarla, se administraba en la memoria de estos pastores de
almas, como un poder, como un instrumento de control hacia su rebaño. La
confesión esa sumisión tan generosa de los feligreses era la mayor dejación
que se le hacía al clero. Hoy, en la generación del ordenador y de internet donde
la gente vierte falsas y verdaderas intimidades, con las que otros comercian,
sabemos lo valiosa y lo ricos que se hacen algunos con el mercadeo de
cualquier información, para las empresas, para los gobiernos, para la medicina.
Con lo fácil que se lo poníamos a le iglesia de conseguirla sincera y de
primera mano. Los curas siempre ha tenido ese as en las largas mangas de sus
sotanas.
No sé si es por
fortuna o por desgracia, pero la Iglesia como institución, (y ahí está su
atraso) no pudo ni puede atesorar ni especular con los pecados, porque
¿cuántos datos tan curiosos, cuántas estadísticas tan fidedignas, tan
interesantes para el conocimiento de tantos aspectos del ser humano podría usar
la sicología, la criminología, la literatura..., si hubieran podido acceder a
la información vertida en los confesonarios?. Pero cae en el pozo de una
memoria personal, que al final se convierte, al no perdurar más allá de la
vida del confesor, en un pozo de olvido. Y muerta la memoria se acabó también
ese rastro de conocimiento humano.
Los pecados de mi
pueblo se olvidaron en Ávila el 1 de marzo de mil novecientos noventa y tres(1)
(1)La fecha,
que yo desconocía, me la puso Don David Gallego, cura con quien trabé amistad
en Mombeltrán en 2007 después de leer este relato. Don David era natural de
Mingorría, fue párroco de las Berlanas,
precisamente uno de los que vino a concelebrar la misa de despedida de Don
Macario.
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