Estas vacaciones he estado leyendo el
prodigioso Diario de Ana Frank.
Sabiendo el final, (uno sabe que acaba muerta
en un campo de concentración) con esta hermosa foto en la portada cada vez que
enfrentaba su lectura, viendo la cantidad de sentimientos positivos, de
ilusiones por estudiar, aprender, por leer (uno lee para el futuro, no creo que
si yo supiera que me voy a morir en veintitrés meses perdiera mi tiempo
en leer o estudiar) resulta una lectura emocionante y provechosa. Uno siente que
está viendo su vida cotidiana, llena de pulsiones vitales, mientras acecha esa
terrible e injusta muerte.
El libro está escrito con una eficacia
sospechosa. Ana Frank tuvo que tener unos padres y unos maestros maravillosos
para ser así a los trece años, así de sincera, así de constante, así de
reflexiva. Es una lectura muy recomendable para toda persona de diez a cien
años, salvo para los alemanes, que no podrán evitar un sentimiento de
culpabilidad.
Es demasiado bonito para ser falso: es como
los reyes magos; no quiero ser aguafiestas, pero un descreído como yo, duda.
Voy a destripar un poco el libro: justo después de su primer intento homosexual
en el que Ana propone tocarse los pechos a una amiga, (escena que no sería muy
aceptable para los lectores de los años cuarenta, cincuenta sesenta, setenta...
hoy ya sí) Ana nos gira hacia su primera atracción heterosexual y enamoramiento
del único varón que tiene a mano. En ese momento de la lectura me pareció una
compensación artificial, y me puse a pensar en que este libro tan recomendable
fuera escrito en mucha más parte de la simple corrección y edición, por su
descubridor, su padre. Un maravilloso libro que nos contara desde el punto de
vista de su hija el encierro en aquella “casa de atrás” camuflada en una
oficina donde se desarrolla todo, un laboratorio sociológico que el padre como
tal vivió, por lo tanto pudo recrear metiéndose en la piel -más comercial- de
su hermosa hija que se encuentra en esa
sensible encrucijada de temores, miedos y
esperanzas, que es la adolescencia.
Sería bonito que existiera el cielo, porque
hay gente que se lo gana; pero yo con mi razón, no me lo creo. Lo mismo sucede
con el diario de Ana Frank, tan bonito, tan recomendable, tan instructivo. Mi
primer acercamiento a él fue hace treinta y tantos años, en las fichas de las
clases de religión de cuando yo cursaba séptimo u octavo de EGB, doce o trece años: como la supuesta autora.
Quiero que sea verdad, como desearía que lo
fueran los reyes magos, como desearía el cielo para toda esa gente que lo
merece, y que uno de los libros más leídos y más importantes del siglo XX no
sea una falsificación, (porque no sería lo mismo leerlo sabiendo que no es una
auténtica adolescente quien lo escribió, aunque lo viviera auténticamente, ya no
sería lo mismo).
Los que me seguís ya recordaréis que también
me saltó el chivato en la lectura de los recién descubiertos diarios de Alcalá
Zamora. Soy, pues, un escéptico, un descreído, un desengañado, ¿será que me
estoy haciendo viejo?
Aún no he terminado de leerme este hermoso
libro y quisiera seguir disfrutándolo con la misma virginidad intelectual que
tenía hasta que, en esa sucesión de pasajes me asaltó la duda. Así que me diré
que no puedo pretender, en 2013, ser un original abogado del diablo. Esto que
yo he pergeñado en mi mente, lo habrán pensado muchas personas en estos sesenta
y tantos años, máxime teniendo en cuenta que no se conocen muchas adolescentes
tan excepcionales como Ana Frank. Y habrá quien lo haya desmentido reafirmando
su autenticidad. Supongo que existirán los manuscritos y estudios muy
contrastados para desmentir todas las dudas de los muchos incrédulos que hayan
abordado el diario, que debe estar custodiado en una fundación suiza que lleva
todo lo relativo a esta obra tan ejemplar.
Recomiendo encarecidamente este libro, y no
sé si debo publicar este artículo, porque podría destripar la ilusión lectora
de algunos de vosotros. Perdonadme si lo he hecho.
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