Es bien conocido por los seguidores del blog
mi odio por el fútbol, como espectáculo acaparador, como pasión de
conocimiento, como política, como negocio. Pero hay otra actividad ¿deportiva?
que odio más porque es peor.
Se trata de los “deportes” de motor, la
fórmula 1, o el motociclismo, o los ralis de Carlos Sáinz, o el París-Dakar.
Voy a centrarme en la Formula 1, un deporte
en el que dependiendo del coche que tenga un conductor será el primero o el decimoctavo de la
carrera, porque quien hace el esfuerzo diferencial es la máquina y no el
piloto. ¿Imagina alguien que Induráin hubiera cambiado la marca de su bicicleta
y por ello llegara vigésimo en una contrarreloj? En España se tuvo la suerte
de que durante unos años, el mejor coche lo condujera uno de los nuestros y
la gente se aficionó masivamente, lo que trajo consigo confesiones
multitudinarias de pasiones patrióticas, incluso pasiones de marca; a mí me
parecen falsas, porque nunca lo entendí: confieso que jamás he visto más de un
minuto de este deporte.
Será la pasión por la marca, por la estética
exclusiva, un reconocimiento calvinista al triunfador, pero esto es un insulto
a la inteligencia común.
Este coche cuesta 250.000 euros y nadie que
no sea un millonario de nacimiento, futbolista, especulador, banquero
groseramente indemnizado, traficante de drogas o un afortunado acertante de
lotería con bote, puede permitirse la exageración de conducir esta máquina de
620 caballos de potencia. El 99,9 % de los aficionados que siguen a Fernando
Alonso y a su Ferrari sólo podrán conseguir fotografiarse con uno, si
encuentran en habitats como Marbella o Cannes,
alguno de estos ejemplares destructores de salud y naturaleza. Tan
ejemplar contamidador es este coche que
quema 32,7 litros a los 100 km, en tramo urbano, (además gasta la gasolina más
cara). Las emisiones de CO2, azufres y demás componentes que produce su
ineficiente combustión agreden a la
naturaleza casi 10 veces más que otros coches con motor de explosión.
Entiendo que haya antitaurinos que se
manifiesten contra la fiesta de los toros, lo que no entiendo es que no haya
gente que se manifieste contra la opulencia de los caballos rampantes.
Añado que para mí estos exclusivos coches son
también la quintaesencia de la corrupción capitalista, y sus seguidores pobres
-que los tienen-, representan la indignidad servil hacia el poderoso ostentador
con derecho de pernada.
Ojalá fuéramos, de verdad, ciudadanos.
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