He tardado en asumirlo, pero mi nombre
es Juan de la Cruz, y el santo poeta a
quien debo este incómodo nombre murió en Úbeda un 14 de diciembre.
Estatua de San Juan de La Cruz en La
Carolina, donde paramos antes: pueblo nada andaluz pues está hecho sobre una
cuadrícula como el Ensanche de Barcelona. Lo mandó hacer Carlos III.
Seguramente por ello me correspondía
rendir una visita a esa ciudad con el justo título de patrimonio de la
humanidad, pero ha tenido que ser después de la estimulante lectura del “El
Jinete Polaco”que ya me conocéis. Quería ver y respirar los pasos ubetenses de
Antonio Muñoz Molina, que se desarrollan en esta localidad que él llamó Mágina.
Bien tarde lo intentamos: más de 20 años
después de su éxito con el Premio Planeta, y 38 años después de que sucedieran
los hechos más significativos. Aunque, de principio, tuve la suerte de
encontrarme a un cronopio llamado Simón.
Llevábamos la tienda de campaña con intención
de alojarnos en el camping, pero en Úbeda sólo encontramos dos carteles que
envían al dubitativo viajero a una rotonda con tres salidas; tomamos y agotamos
dos direcciones y dimos dos vueltas siguiendo sus destinos concienzudamente a
ver si aparecía, con la agravante de que ya llevábamos encendido el piloto de
la reserva de gasolina. Pero al tercer intento tuvimos el acierto de preguntar
a este hombre que paseaba a las 5 de la tarde del domingo y se prestó a montar
en nuestro coche y señalarnos. Nos condujo al campamento, adonde no habríamos
llegado sin una ayuda como la suya. Surgió en la conversación su ilustre
paisano, del que, por supuesto, había leído ésta y otras novelas y nos comentó
que tuvo la suerte de trabajar, no sé si de bedel o administrativo en la “casa
de las torres” donde aparece la momia que se descubrió emparedada cuando la
acondicionaron para escuela de artes y oficios. Simón nos dijo que la madre del
novelista, a quien él aborda cuando la encuentra en la calle para preguntarle
por su hijo, sabe muchas más cosas sobre la historia de aquel hallazgo de una
mujer emparedada de las que AMM ha escrito en esa obra y que “tiene pena de
muerte” si no escribe más. Nuestro amable cronopio nos estuvo hablando de
muchas otras cosas de la historia local, en una hasta llegó a cuasijustificar con argumentos históricos que La
Guioconda era de Úbeda. Para acabar, el
tipo no quiso ni siquiera que yo le llevara en mi coche de vuelta a la ciudad.
Dos kilómetros que se tragó de vuelta con sus kilos. Siguiendo sus indicaciones
supimos que el novelista había estudiado en el instituto San Juan de la Cruz,
donde se desarrolló esa perfumada escena que copié en una entrada anterior.
A la mañana siguiente fuimos a descubrir la
ciudad y aquellas huellas. En la oficina de turismo nos informaron, previa
petición de ayuda a un funcionario municipal, muy versado sobre el
muñozmolinismo, que el “Bar Martos”, donde se cogía las borracheras de
desesperación amorosa el protagonista, hace tiempo que cerró, cambió de nombre,
se remodeló... y que ahora quizá el local se llame Don Lui o Lord Lui (no
apunté el nombre) pero nos lo señalaba en el mapa, como está en una parte nueva
de la ciudad y no hay rastro de aquello, ni no nos molestamos en buscar. Ya no
teníamos a Simón, que nos hubiera conducido allí envueltos en su erudita
conversación.
Dos vistas de la sierra Mágina (no sé si eso es lo que conocemos como "los cerros de Úbeda")
Barrio de San Lorenzo.
Al final de la tarde descubrimos el barrio de
San Lorenzo donde vivió el novelista, desde donde sus ojos se perdían en
fantasías sobre los incitantes pliegues de la sierra Mágina. En otros
incitantes pliegues de la casa de las Torres seguramente también dejó pasar su
fantasía grotesca y nosotros nos
sentamos dos tardes a contemplar aquel retablo.
También tratamos de visitar el puesto en la
plaza de abastos que tenía el padre hortelano del escritor. El conserje, muy
amable también, nos señaló el sitio que ocupaba y donde Antonio pasó sus
vergüenzas juveniles de verdulero sin vocación, pero nada estaba igual, porque
en los años noventa también hubo una remodelación. Aunque los peregrinos
mitómanos nos conformamos con cualquier brizna.
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