El regreso a la familia, a Béjar, a casa, es
más alegre: primero, porque he vencido el trabajo; segundo, porque pienso en la
comida, en la ternura, en el amor, en el descanso.
Además son las luminosas tres y media o las
aún no anochecidas cinco de la tarde, (aunque un viernes el autobús estaba
completo y tuve que esperar al de las seis).
Tengo dos opciones: la compañía provincial
MOGA, que sale puntual pero va por carreteras secundarias dejando o entrando a
buscar gente a los pueblos y que tarda hora y veinticinco de media, en la que
hay que tragarse en autobús las mareantes rotondas (alguna vez he bendecido
estar con el estómago vacío). Este viaje con el abono que tengo me sale a
4,95€.
La otra opción es el autobús ALSA (una
multinacional que explota autobuses por toda España y ha llegado a establecerse
hasta en China) , que en mi caso, viene de Escoriaza (Vizcaya) hasta
Monterrubio de la Serena en Badajoz, y que no puede vender billetes hasta Béjar
y hay que hacer la triquiñuela de comprarlo para el pueblo siguiente:
Cantagallo. Este va todo el trayecto por la autovía y esa continuidad del firme
y esa ausencia de curvas pronunciadas ha conseguido que un par de veces haya
podido dar una cabezada, de la que desperté al entrar a Guijuelo. Suelo tomar
esa opción, aunque me cuesta 5,29€. El
Alsa suele estar más lleno, el público es más variado, ofrecen WIFI y ponen una
película que, al durar el viaje una hora y diez minutos, me es imposible acabar
de ver. De cualquier manera aprovecho este artículo para agradecer que una
tarde me pusieran Toy Story 3 que ya había visto en pantalla grande, y
que me encantó revisitar, aunque fuera en pantalla pequeña y algo movida. (los
que me seguís ya sabéis lo que estimo la animación contemporánea: pues afirmo
que Toy Story es de las mejores, así que daros por recomendados si tenéis la
oportunidad)
Otra -para mí- ventaja es que en el Alsa, si
hay suerte, se puede tener conversación. La gente mayor suele prender la hebra
con facilidad y siempre es muy ilustrativa la vida que cuentan. Un día encontré
a Iñaki, un bilbaíno de mi edad, de profesión auditor de empresas para un gran
banco. Este vasco con el deje fanfarrón
y confianzudo, me contó muchas cosas de economía y le sostuve bastante bien la
conversación (siempre que he podido, he leído los cuadernillos de color salmón
de El País) exprimiendo mis conocimientos y mi sentido común.
El hombretón era sincero y nada cauto en sus
valoraciones. Estaba asombrado del fraude fiscal y de los malos modos de
explotación laboral que hay en la zona, aunque a él dice no importarle, pero en
su País Vasco, (Iñaki es nacionalista, votante del PNV, aunque no
independentista, “si se ponen en ese plan que no cuenten conmigo, Virgencita
que me quede como estoy”) la sociedad no tolera tanto fraude, y muchísimo
menos el maltrato y la explotación despiadada que se hace de los trabajadores
de Guijuelo que él había visto con ojos incrédulos, allí eso no se
consentiría. Me gustó su conversación y le buscaré los lunes, que es cuando
me ha dicho que suele venir.
Otro día terminé un poco contrariado con
estos pensamientos que os voy a contar. Subió un chico con rasgos andinos y,
como había sitio, cada uno nos sentamos en diferente pareja de asientos. Pensé
en ofrecerle conversación pero dudé, al poco tiempo se puso unos cascos en los
oídos, y ya no tenía objeto mi abordaje. En otro tiempo, hace 25 años,
cualquier español joven estudiante en Salamanca como era yo, se hubiera
acercado para hablar de música, de política, o de, sencillamente, la vida en
otras tierras. Yo sí lo hice en aquellos lejanos tiempos y hasta tuve un amigo
ecuatoriano, no como los ecuatorianos de “ahora”, que son pobres obreros; este
hombre era de clase alta: su padre era cirujano en Alemania. Lo cierto es que
cualquier persona debería asediar a cualquier viajero, para aprender de la
vida, del hombre como categoría universal, de la naturaleza, de las costumbres. Siempre se ha hecho esto. Pero hoy no: estamos encerrados en el universo de
nuestro ombligo atrincherado, desconfiado (y desconfiable, porque si yo me hubiera sentado por las
bravas y ofrecido conversación sincera, compartir conocimientos; confrontar
experiencias, saberes y costumbres; él, en este siglo XXI, pensaría este es un
homosexual que pretende ligar, o pensará en timarme o robarme o sencillamente
está loco: tengo que librarme de él).
Esto de la inmigración masiva y el
nacionalismo excluyente que nos ha entrado al acabar el pasado milenio, limita
para siempre lo que en el hombre debería ser natural: aprovechar cada momento
muerto para aprender, para compartir conocimientos, para atar una amistad con la que defenderse en común
ante los inciertos peligros que puede traer un viaje.
Todos hemos perdido con estos cambios sociológicos. Como escribí en un título anterior: “la comodidad nos está jodiendo la vida”.
Todos hemos perdido con estos cambios sociológicos. Como escribí en un título anterior: “la comodidad nos está jodiendo la vida”.
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