Ayer se murió el padre de un amigo y hoy hablé con él. Bien sobrepasados los noventa años, como al mío con ochenta y cuatro, le quedaba poco por decir. Pero ahora no queda; desde que murió mi padre, se me han ocurrido bastantes preguntas que hacerle; ahora se le van a ocurrir a mi amigo. Queda un hueco raro, un hueco descolocado. Aunque racionalizamos su muerte, porque es verdad, la vida estaba cumplida; siempre parece que me falta algo cuando termino de hablar por teléfono con mi madre.
Fueron testigos de toda nuestra vida; aunque no lo supieran, nosotros sabíamos que estaban ahí.
Y sabíamos que debíamos hacer algo excelente de lo que pudieran sentirse orgullosos, y se nos ha quedado, definitivamente, la deuda sin pagar. Somos viejos y, ahora ya sí, vamos francamente hacia la muerte. Mi padre quedó en un hoyo, al que yo eché tierra, pero me di cuenta del hueco que espera, ya no puedo ignorar que está ahí.
Ahora somos los últimos dueños de un puñado de recuerdos; unos recuerdos íntimos, intranscendentes, pero que eran vida. Nuestra única vida.
A mí en cinco meses no se me termina de pasar, y no sé si quiero que la ausencia se quede un poco siempre por aquí.
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